viernes, 28 de septiembre de 2007

El tono narrativo


El tono narrativo
Anónimo

Las palabras dan emociones, pero, en cualquier vuelo literario, las emociones nacen desde la voz del narrador. Pueden ser voces irónicas, cínicas, desafiantes, persuasivas, desconfiadas, enamoradizas, vengativas, melancólicas...
La voz del escritor sobrevuela el texto desde el momento en que elegimos narrar un relato desde ahí, desde nuestro particular punto de vista, pero lo que cuenta el narrador, "cómo lo dice" (tono del discurso), es tan importante -o más- que "lo que dice" (argumento).

"En literatura, no oímos al narrador y, por tanto, debemos estar atentos a otros índices de su actitud", explica Enrique Anderson Imbert en su libro Teoría y técnica del cuento.

Una frase literaria, dicha en tono satírico, no significa lo mismo que expresada en tono frío o distante. Es como un chiste: será más o menos gracioso no sólo por la anécdota en sí, sino más bien por cómo la transmite la persona que la cuenta.

Por tanto, el tono de un relato es la actitud emocional que el narrador mantiene hacia el argumento y hacia los protagonistas.

La entonación crea un efecto de empatía en el lector, porque, según el tono con que se cuente la trama argumental, ésta puede expresar diferentes sentimientos.

No es el mismo discurso afirmar que lloverá, dudar si lloverá o no lloverá o amenazar a alguien con que le lloverá encima.

El tono del relato, en definitiva, puede modificar la historia y forma parte del punto de vista desde dónde quiere narrar el escritor. Cuando éste comienza un cuento, opta por una narración concreta, elige desde qué narrador va a contarla (primera, segunda o tercera persona), pero también desde qué sentimiento (tono) lo enuncia.

FIN

jueves, 20 de septiembre de 2007

Teoria literaria Dialogos





Algunas notas sobre los diálogos

Rodolfo Martínez

Cierta vez, alguien me preguntó qué encontraba más difícil en el trabajo de escribir. No parpadeé al responder: "Los personajes y los diálogos". Del diseño de personajes quizá hablemos en otro momento, pero hoy me gustaría pediros unos minutos de vuestra atención para dedicarlos a lo difícil que es construir un buen (o incluso un mal) diálogo.
A menudo, y especialmente en los cuentos, donde no hay espacio para un desarrollo en profundidad de la psicología de un personaje, la forma en que éste habla puede bastar para definirlo. Un personaje que nos es presentado hablando de determinada manera evocará en nuestra mente una concreta forma de ser y, si el autor es lo suficientemente hábil, ni siquiera necesitará describirlo física o mentalmente para que tengamos una imagen clara de cómo es.

Claro que ahí tropezamos con el meollo de la cuestión: La frasecita sin importancia de "si el autor es lo suficientemente hábil". De hecho, es perfectamente posible que un cuento con una buena idea de partida, bien desarrollada y que esté impecablemente escrito en sus partes narrativas y descriptivas, resulte luego un completo fiasco a causa de la pobreza de sus diálogos. Últimamente he tenido la oportunidad de leer bastante material de autores noveles y precisamente uno de los lugares donde éstos parecen tener más dificultades es en ese tema. Cuentos que en general no están mal escritos suelen tener unos diálogos que entorpecen el desarrollo de la acción más que ayudarla a avanzar, que no resultan ni fluidos ni naturales, dando al lector la impresión de que los personajes hablan como si recitasen papeles aprendidos de memoria en una mala obra de teatro.

¿Cómo debería ser entonces un buen diálogo? En primer lugar y, posiblemente más importante, debe sonar natural a nuestros oídos mentales de lector, que parezca (aunque en el fondo no lo sea) un diálogo de verdad, de los que puede oír por la calle o decir él mismo. Debe también aportar información, no ser simplemente una pieza dialéctica vacía. Y, por último, y peliagudo, está el tema de las acotaciones, de cómo introducirlas.

Trataré cada uno de estos temas por separado.

La naturalidad

Algo primordial es adaptar los términos y las construcciones gramaticales que vamos a usar a la personalidad que queremos definir por medio de ese diálogo. Un individuo iletrado, de escaso nivel cultural, no usará los cultismos y las construcciones subordinadas que puede utilizar un especialista en literatura germánica medieval.

Si estamos escribiendo un relato en el que los personajes son navajeros del más miserable suburbio de Barazagor, el olvidado planeta por allá a la izquierda, tendremos que hacerles hablar de acuerdo con su papel. Utilizarán frases más bien cortas o en todo caso unidas por conjunciones. Pocas veces usarán oraciones subordinadas, tenderán a servirse exclusivamente del indicativo, e incluso es posible que trabuquen algunos tiempos verbales, que digan "si no habrías venido" en lugar de "si no hubieras venido", por ejemplo. Su vocabulario será más bien limitado, y con cierta frecuencia se servirán de muletillas e interjecciones varias que insertarán en mitad de una frase.

Usarán determinadas palabras propias de su jerga. Por el contrario, si estamos describiendo la investigación de un grupo de sesudos físicos que tratan de desentrañar el último misterio del universo, tendrán que hablar de forma completamente distinta. Su habla será algo más ampulosa, pero al mismo tiempo más precisa. Usarán, evidentemente, términos como "vector" o "gradiente de velocidad". En general hablarán igual que un individuo de cultura más o menos media con la jerga propia de su profesión.

Ese tema, el de la jerga, es muy importante en dos aspectos. Cada profesión, cada forma de vida, tiene su vocabulario propio, y si pretendes describir a un médico, tienes que estar bien enterado de qué términos usan los médicos. No digo que llegues al nivel de documentación de Gabriel Bermúdez, que para Salud mortal se devoró tomos y tomos de divulgación médica, pero sí que estés lo suficientemente enterado como para no cometer gazapos y caracterizarles mínimamente bien.

El otro aspecto de las jergas, el de las hablas marginales, es más peliagudo.

Decía Raymond Chandler que sólo hay dos tipos de jergas aceptables para el escritor: "el slang que se ha establecido en el lenguaje, y el slang que uno mismo inventa. Todo lo demás está propenso a ponerse fuera de moda antes de alcanzar la imprenta"1. Un ejemplo perfecto de jerga inventada puede ser La naranja mecánica2, donde el autor, partiendo del vocabulario ruso, crea el nadsat, la lengua juvenil que hablan los pandilleros de la novela. Burgess introduce tan bien el nadsat en su novela, de una forma tan paulatina, y con un contexto tan esclarecedor, que uno apenas necesita mirar el glosario que incluyen algunas ediciones del libro para comprender su significado. En nuestro país podríamos citar el caso de Ahogos y palpitaciones3, novela olvidable en casi todos sus aspectos, pero que resulta interesante por la deformación a que el autor somete el idioma. Nos describe una sociedad que vive por y para el placer, donde el sufrimiento es algo inconcebible y obsceno: de esa forma, el lenguaje se deforma hasta el extremo de que palabras como "sangre" y "muerte" son auténticas procacidades y los más prosaicos aspectos fisiológicos humanos son descritos en tonos poéticos y alegóricos.

Por otro lado, el diálogo debe ser fluido, ha de tener un ritmo propio, y en ese aspecto quizá nos pudiera servir de ayuda la poesía, especialmente la clásica, férreamente estructurada en torno a grupos acentuales muy concretos. Un soneto de Garcilaso o de Quevedo puede ser de mucha ayuda para ayudarnos a ir cogiendo ese ritmo. Volviendo a citar a Raymond Chandler: "Es probable que comenzara con la poesía; casi todo comienza en ella."4

Pero todo lo dicho no basta para que un diálogo suene natural. Uno puede haber cumplido todo lo que acabo de exponer y aun así encontrarse con que acaba de escribir una conversación forzada y anquilosada. ¿Dónde está entonces la naturalidad? Ahí es donde interviene el oído del escritor, su intuición y sus años de oficio.

En primer lugar, en una conversación real, los interlocutores no sueltan un ladrillo de discurso respondido a su vez por otro ladrillo de discurso. La gente, cuando habla, se interrumpe unos a otros, se producen lapsos de silencio, un personaje inicia un chiste y aquel con el que está hablando se lo termina... No hay nada que cause peor efecto que Pepe diciendo: "Yo creo que..." y soltando una parrafada a la que Manolo responde "Pues yo pienso..." y suelta una nueva parrafada solo para que, cuando acabe, llegue Juan y diga "Quizá, pero a mí me parece..." para embarcarse en nuevo discurso. Eso no es un diálogo, sino tres monólogos sobre el mismo tema.

Cuando dos o más personas hablan, las circunstancias mandan en muchas ocasiones sobre ellos. Se puede empezar hablando de fútbol y, a medida que la conversación va derivando, se termina poniendo a parir al gobierno sin que nadie lo haya planeado así. En el mundo "real" las conversaciones no son, no suelen ser, algo preparado. En la literatura, sin embargo, deben serlo. Si transcribimos un diálogo es porque hay determinada información que queremos transmitir a través de él, algo que queremos contar usando esa conversación. Por tanto, hemos de ceñirnos al tema que queremos exponer, pero al mismo tiempo hemos de ser consecuentes con la caracterización de nuestros personajes. Si hemos diseñado uno de ellos de tal forma que tenga tendencia a divagar, tendremos que hacer que, en determinados momentos, el tema de la conversación se aparte de nuestro propósito, aunque luego la hagamos volver a él.

También hay que tener en cuenta que, si el diálogo lleva una gran carga emocional, es más que probable que alguno de los personajes que intervienen en él, en un momento dado, suelte una palabrota para aliviar su propia tensión o recalcar una idea. ¿Por qué no? No hay que tener miedo a las palabrotas, la gente las usa cuando habla y, aunque el escritor no debe abusar de ellas, resulta peor aun que prescinda totalmente de su uso. Nada resulta más ridículo que un individuo que supuestamente está furioso, diciendo: "¡Córcholis! Menuda faena me habéis hecho!". Si está furioso de verdad, no dirá "córcholis" o "cáscaras"; soltará un exabrupto. No hace falta ser terriblemente vulgares, pero una o dos palabrotas insertadas en una conversación de forma natural ayudan a hacerla más creíble, siempre que no nos pasemos.

Y cuando ya tenemos el diálogo ¿cómo sabemos que éste es válido? Una solución puede ser coger lo que uno acaba de escribir e intentar leerlo en voz alta. Eso nos salvará en más de un momento de perpetrar diálogos que nos parecían maravillosos en la página escrita y que al ser oídos se nos revelan cursis, artificiales o torpes. Sin embargo tampoco esa es la solución definitiva. A García Márquez le preguntaron en una ocasión por qué daba tan poca importancia al diálogo en sus libros. Respondió que para él: "El diálogo en lengua castellana resulta falso. [...] En este idioma existe una gran distancia entre el diálogo hablado y el escrito. Un diálogo que en castellano es bueno en la vida real no es necesariamente bueno en las novelas. Por eso lo trabajo tan poco"5. A primera vista puede parecer que el escritor colombiano está en uno de sus habituales desbarres, pero si nos paramos a pensarlo un poco veremos que no deja de tener razón, en cierto sentido. Al contrario de lo que nos ocurría antes un diálogo puede sonar perfecto al oírlo y luego, en la página, resultar completamente inadecuado. No olvidemos que la literatura es, en el fondo, un artificio, un fingimiento. Un diálogo escrito debe parecer que es igual que uno hablado, pero en realidad no lo será.

¿Qué hacer, entonces?

Mi primer consejo sigue siendo, creo yo, útil pese a todo. Lee el diálogo en voz alta y, si no resulta, tíralo a la papelera. En cuanto a cómo solucionar la segunda cuestión, eso es algo que va dando el tiempo, la experiencia y, sobre todo, el haber escrito mucho. El genio sigue siendo un 20% de inspiración y un 80% de transpiración. O, en las inmortales palabras de Sherlock Holmes: "Watson, el genio sólo es la capacidad de esforzarse".

Dar información. ¿Cómo?

Como cualquier otra parte de un relato, un diálogo cumple una función. Y esta, creo yo, es básicamente la de aportar información de una forma más rápida, directa y agradable al lector de la que lo puede hacer un fragmento narrativo6.

Un recurso muy usado por determinados escritores del pasado es, en lugar de mostrarnos la acción, situarnos ante dos personajes: uno asiste a ella, el otro no. El primero le cuenta al segundo lo que ocurre. Era algo muy usado por Shakespeare; claro que él no lo hacía por gusto: no podía poner en escena a dos ejércitos de quince mil hombres dándose de bofetadas, así que tenía que limitarse a situar sobre el escenario a un criado que, desde lo alto de una torre, le cuenta a su señor lo que ocurre en el campo de batalla.

Pero es algo que se sigue utilizando hoy en día y no es un mal método. La narración de la acción por parte de un testigo a un tercero puede ser mucho más colorista, emocionante y vital que una descripción directa de esa acción. Sobre todo, si lo que estamos narrando es de importancia secundaria para el relato y no queremos perder demasiado tiempo en su descripción, el truco del testigo siempre es útil.

Un recurso similar es el de utilizar un diálogo para que el lector se entere de acontecimientos que han ocurrido antes de que se inicie el relato, para situarle en el escenario, en el universo donde se desarrolla la historia. Esto no es peligroso cuando uno de los interlocutores de la conversación ignora lo que el otro le está contando. El que lo sabe se limita a poner en antecedentes a su amigo y punto. El problema viene cuando ambos saben lo que ha pasado y el único que lo ignora es el pobre lector.

Este es un defecto del que no escapan ni escritores experimentados. Del que, de hecho, es difícil escapar. ¿Cómo te las apañas para poner en antecedentes al lector sobre algo que todos los personajes de la novela saben ya perfectamente y que es imprescindible que el lector sepa para que comprenda perfectamente la situación?

La solución del escritor inexperto es la que yo llamo la de la intervención parlamentaria. Aquello de "Señores diputados, no les voy a decir..." y acto seguido se lo dice. No es difícil encontrar en un cuento primerizo una conversación que empieza más o menos así:

-Todos sabéis que ayer por la tarde hubo una reunión en la que se decidió...

Si todos lo saben ¿para qué lo cuenta? Lo lógico es dar esos acontecimientos por sabidos y seguir a partir de ahí. Pero el lector los ignora y hay que contárselos de alguna manera.

Pero no de esa. Eso crea una impresión de pobreza y falsedad en el diálogo. La gente no habla de cosas que ya saben para que un ente misterioso ajeno a su universo se entere de lo que les ha pasado.

La solución es, quizá, dar la información poco a poco, a pequeños retazos. Siempre que uno tenga espacio suficiente, por supuesto. Se puede intentar otra cosa, si los acontecimientos en cuestión son lo suficientemente importantes como para haber sido tenidos en cuenta por los historiadores: insertar, en mitad del relato, un fragmento de un supuesto libro donde se comenten esos hechos, como hacía Asimov en su serie de las Fundaciones con las citas de la Enciclopedia Galáctica. O, como hábilmente hace Gabriel Bermúdez en Salud mortal, conseguir que el personaje central asista a una conferencia de carácter histórico-político.

Al final, si uno es lo suficientemente hábil, puede incluso utilizar la solución de la intervención parlamentaria y hacer que el lector no se de cuenta de que las normas de la verosimilitud acaban de ser transgredidas. Pero pocos escritores pueden permitirse eso impunemente.

Los Interlocutores

Dice Umberto Eco que cuando se puso a escribir El nombre de la rosa: "Las conversaciones me planteaban muchas dificultades. [...] Hay un tema muy poco tratado en las teorías de la narrativa: [...] los artificios de los que se vale el narrador para ceder la palabra al personaje"7. Como no hay nada mejor que un ejemplo, véase el siguiente, que es el mismo que Eco propone en su libro: dos personajes se encuentran y uno le pregunta al otro que cómo está. El otro responde que no se queja y pregunta a su vez qué tal está el primero. Como veremos enseguida, hay muchas formas en las que puede ser presentada esta conversación, y no todas son iguales:

A:

-¿Cómo estás?

-No me quejo, ¿y tú?


B:

-¿Cómo estás? -dijo Juan.

-No me quejo, ¿y tú? -dijo Pedro.


C:

-¿Cómo estás? -se apresuró a decir Juan.

-No me quejo, ¿y tú? -respondió Pedro en tono de burla.


D:

Dijo Juan:

-¿Cómo estás?

-No me quejo -respondió Pedro con voz neutra. Luego, con una sonrisa indefinible-: ¿Y tú?


Umberto Eco propone un par de ejemplos más, pero estos cuatro son suficientes. A y B son prácticamente idénticos, pero C y D son muy distintos a estos y, a la vez, muy diferentes entre sí. Como vemos, la mano de un narrador se mete en mitad de la conversación y altera completamente el efecto que nos produce ésta. En C y D vemos unas connotaciones en la respuesta de Pedro que están completamente ausentes de A y B.

¿Cuál es la solución más adecuada? Tema difícil, y no creo que se pueda hablar en este caso de una solución más adecuada que otra. Cada autor tendrá sus gustos al respecto, sus propias ideas, y estas se reflejarán en la forma de presentar los diálogos. Hemingway, por ejemplo, apenas utilizaba acotaciones, nos decía muy poco sobre la voz o el estado de ánimo del que hablaba, se limitaba a transcribirnos sus palabras, para así preservar las posibles ambigüedades que pudieran surgir al interpretar el lector la conversación. Esto está bien, si uno realmente quiere que las ambigüedades que surjan queden ahí. Si no, la intervención del narrador es obligada. Al fin y al cabo, para eso está, para decirnos que Pedro sonreía maliciosamente cuando decía que estaba bien, o que Juan hablaba de forma agitada cuando preguntaba.

Mi opción personal es prescindir de las acotaciones, salvo de las más elementales en una primera escritura. Luego, cuando llega el momento de corregir el texto, vas viendo si son necesarias más, si te interesa recalcar que Juan jadeaba cuando Pedro tocó determinado tema, o si prefieres no poner sobre aviso al lector sobre las reacciones del personaje. Depende. Como ya he dicho, es una opción personal.

Lo que sí debemos tener bien claro es qué nos proponemos con un diálogo. ¿Queremos simplemente intrigar al lector, engancharle a los acontecimientos pero seguir dejándole en la ignorancia o incluso en la confusión en algunas partes? Entonces no seremos demasiado prolijos. Por el contrario, si no deseamos que el lector llegue a una conclusión errónea sobre el diálogo que acaba de leer utilizaremos las acotaciones para romper las posibles ambigüedades que surjan en la conversación.

Entroncado con esto, me gustaría comentar muy brevemente otro defecto de los escritores primerizos: utilizar demasiados interlocutores en el mismo diálogo. Una conversación a dos bandas ya tiene sus propias dificultades, pero si metemos a tres o incluso cuatro participando en ella, la dificultad se multiplica.

Los dos fallos que se suelen producir más a menudo son los siguientes:

1. Cada personaje suelta su parrafada de información y convierte el diálogo en un número variable de monólogos.

2. Llega un momento en que el escritor se pierde y no sabe realmente quién está hablando. O, si lo sabe, no es capaz de hacérselo claro al lector y es éste entonces el que se pierde.

Mi consejo es empezar con cierta modestia y precaución: dos interlocutores, tres a lo sumo. Ya es bastante difícil de por sí como para complicarnos más todavía.

Si, por razones estructurales, necesitamos que en determinada conversación haya presentes cuatro o cinco personajes, existe un truco para ello. Diseñar el diálogo como si se desarrollase solo entre dos interlocutores. Y luego, coger la parte del diálogo de uno de ellos y dividirla a su vez entre otros dos o tres personajes. Si se hace con el suficiente cuidado, el lector tendrá la impresión de que todos hablan, y la dificultad para el escritor no habrá aumentado en exceso.

Conclusión

Un pájaro aprende a volar cayéndose del nido y un escritor aprende a escribir pergeñando bodrios, a veces durante años y años y a veces, por desgracia, durante toda su vida. Las notas que he expuesto más arriba pueden resultar o no de utilidad, pero ningún consejo sustituirá a la práctica. El escritor se hace escribiendo, emborronando miles de páginas.

Y se hace también leyendo, aprendiendo cómo otros escritores antes que él han resuelto los mismos problemas a los que él se enfrenta ahora.

Y, en el caso concreto de los diálogos, se hace escuchando. Si un escritor debe ser un observador de lo que le rodea (sí, incluso un escritor de ciencia ficción o fantasía porque, no nos engañemos, estaremos en la Tierra Media o en Akasa-Puspa, pero seguimos escribiendo sobre hombres y mujeres -o alienígenas y elfos- contando qué les pasa y cómo reaccionan ante lo que les pasa), debe serlo especialmente de lo que se dice junto a él si aspira a escribir algún día diálogos que resulten creíbles como tales.

Termino ya, recomendando a cinco autores que, desde mi parcial punto de vista, han sobresalido como constructores de diálogos y quizá puedan ayudar al escritor bisoño a enfrentarse con este tema. La elección de estos cinco en favor de otros puede parecer subjetiva. No os llaméis a engaño: lo es. Son autores cuyo manejo de la conversación me ha influido enormemente en un momento u otro: Miguel Delibes, uno de los oídos más finos y sensibles de la literatura española. Sus diálogos en Los santos inocentes siguen siendo, para mí, el mejor ejemplo del habla rural convertida en arte que existe en nuestras letras.

Raymond Chandler, cuyos personajes utilizaban el diálogo como arma cuando no podían hacerse con una pistola. Las réplicas y contrarréplicas de Marlowe, casi a ritmo de ametralladora, son siempre ingeniosas, fluidas, vibrantes. Sus diálogos más delirantes quizá estén en Adiós, muñeca.

Isaac Asimov. Sí, habéis leído bien, Isaac Asimov. Sus diálogos son funcionales, no resultan casi nunca forzados y, sin florituras de ninguna clase, resultan creíbles. Como ejemplo citar El fin de la eternidad o algunos capítulos de la primera parte de Los propios dioses.

Pese a la vacuidad de contenido de muchas de sus conversaciones, Frank Herbert y Robert Heinlein. Especialmente este último en El número de la bestia, que más que una novela (como tal resulta bien pobre) es un manual de cómo escribir buenos diálogos.

FIN

jueves, 13 de septiembre de 2007

Teoria literaria Punto de vista

Punto de vista

Janet Burroway
El punto de vista es el elemento más complicado de la narración. Si bien es posible analizarlo, definirlo, esquematizarlo, se trata en última instancia de una relación entre escritor, personajes y lector que, como toda relación, tiene sus sutilezas. Podemos discutir sobre el narrador, la omnisciencia, el tono, la distancia o la credibilidad en determinado cuento, pero ninguna conclusión que saquemos lo ubicará en el mismo casillero con otro cuento.

En primer lugar debemos desechar la acepción común de la frase "punto de vista" como sinónimo de opinión, como cuando decimos por ejemplo "desde mi punto de vista debe haber pena de muerte". La visión del autor acerca de lo que es o debería ser el mundo se nos revelará al final, según el uso que haga del punto de vista; y no al revés: identificar las creencias del narrador no sirve para describir el punto de vista en el relato. En lugar de pensar que el punto de vista consiste en la opinión o las creencias del autor, hay que tomarlo de un modo más literal, como "el punto desde donde se mira mejor".

¿Quién se ubica dónde para mirar la escena?

O, mejor, como estamos hablando de lenguaje, las preguntas deben ser: ¿Quién habla, a quién, cómo, a qué distancia de la acción, con qué limitaciones?: aspectos todos relacionados con la elección del punto de vista. Dado que el autor quiere hacernos compartir su perspectiva, las respuestas nos ayudarán a descubrir su opinión, sus juicios, su actitud o su mensaje.

¿QUIÉN HABLA?

La primera decisión que debe tomar un autor respeto al punto de vista tiene que ver con el narrador. He aquí la clasificación más simple que se puede hacer acerca de quién habla: un cuento puede ser narrado en tercera persona (Ella pasea bajo la luz de la luna), en segunda persona (Paseas bajo la luz de la luna) o en primera persona (Paseo bajo la luz de la luna). Los relatos en segunda y tercera persona los cuenta un narrador, los relatos en primera persona, un personaje.

Tercera persona

La tercera persona, desde la cual el narrador cuenta el relato, se puede subdividir según el grado de conocimiento u omnisciencia que asume el narrador. Advierta que, como estamos hablando de grados, las subdivisiones son sólo aproximadas. Como autor está usted en condiciones de decidir cuánto sabe. Puede conocer la verdad plena y eterna; puede saber qué hay en la mente de uno de los personajes pero no qué piensa el otro; o puede saber únicamente lo que se ve desde fuera. Usted decide. Al comienzo del cuento deberá indicar al lector qué grado de omnisciencia ha elegido; una vez hecha esta señal, se abre un "contrato" entre el autor y el lector, contrato delicado de romper. Si se ha limitado a la mente de James Lordly durante cinco páginas mientras James mira lo que hacen la señora Grumms y sus gatos, rompe usted la convención si se mete de pronto en la mente de la señora Grumms. Igualmente, nos sentiríamos tratados mal y dispuestos a romper gustosos el contrato si nos da usted los pensamientos de los gatos.

El narrador omnisciente -llamado a veces narrador editor omnisciente porque dice de frente lo que se supone que debemos pensar- tiene un conocimiento total. Cuando es usted autor omnisciente es un dios; puede:

1. Informar objetivamente lo que está pasando.

2. Meterse dentro de la mente de los personajes.

3. Interpretar por los lectores la apariencia de los personajes, lo que dicen, sus actos o sus ideas, aun si los propios personajes no pueden hacerlo.

4. Moverse libremente en el tiempo y en el espacio para brindarnos vistas panorámicas o telescópicas o microscópicas, o históricas; puede decirnos lo que sucede en cualquier parte, o lo que sucedió en el pasado, o lo que sucederá en el futuro.

5. Hacer reflexiones generales, juicios, proporcionar verdades.

Los lectores aceptarán que el narrador omnisciente hable así. Si el narrador nos dice que Ruth es una mujer buena, que Jeremy no comprende sus verdaderas motivaciones, que la luna va a estallar dentro de cuatro horas y con eso todo se pondrá mejor, le creemos. Aquí tenemos un párrafo que muestra los cinco campos de conocimiento señalados:

(1) Juan le dio una feroz mirada al bebé que lloraba. (2) Asustado por el gesto el bebé tragó saliva, y lloró más fuerte aun. Odio esto, pensó Juan; (3) pero lo que sentía no era odio. (4) Hace solo dos años él había llorado de esa manera. (5) Los chicos no saben diferenciar entre el odio y el miedo.

Este es un ejemplo burdo, pero el autor que domine su oficio puede pasar de un campo de conocimiento a otro. En la primera escena de La guerra y la paz, Tolstoi describe a Anna Scherer así:

Ser entusiasta se había vuelto su vocación social, y, a veces, aunque no sintiera entusiasmo se entusiasmaba con el propósito de no desilusionar a quienes la conocían. La tenue sonrisa que, aunque no le iba a sus suaves rasgos, llevaba siempre en los labios, expresaba, como en los niños mimados, una continua consciencia de su meloso defecto, que ella ni deseaba ni podía ni consideraba correcto corregir.

Aquí en dos oraciones Tolstoi nos dice lo que pasa por la mente de Anna y sus expectativas, cómo se ve ella a sí misma, qué le conviene, qué puede y no puede hacer, y además ofrece un comentario general sobre los niños mimados.

La voz omnisciente es la voz de la épica clásica (Y Meleanger, distante, no sabía nada de aquello, pero sentía que sus partes vitales ardían en fiebre), de la Biblia (Así el Señor envió la peste sobre Israel; y cayeron 70,000 hombres), y de la mayoría de novelas del siglo XIX (Tito estiró la mano para ayudarlo, y es tan extrañamente rápida el alma de los hombres que en ese instante, cuando empezó a sentir que su expiación era aceptada, tuvo el fugaz pensamiento de las molestias que lo aguardaban). Pero una de las tendencia actuales de la literatura es su movimiento hacia abajo: de los héroes a los personajes comunes; y hacia adentro: de la acción a la mente; por lo tanto, los escritores del siglo XX evitan sobre todo la posición de dioses omniscientes y prefieren restringirse a unos pocos campos de conocimiento.

El punto de vista de narrador omnisciente limitado es aquel en el cual el narrador puede moverse con cierta libertad, pero no toda la libertad del narrador omnisciente. Se puede conceder a sí mismo, por ejemplo, el conocimiento de lo que están pensando los actores en escena, y el de sus actos, pero a los demás personajes conocerlos solo exteriormente. Puede ver microscópicamente todo, pero no presumir de dueño de la verdad eterna. La forma de omnisciencia limitada que se usa más a menudo es aquella en que el narrador puede ver los hechos objetivamente, y además acceder a la mente de uno de los personajes, pero no a las del resto, ni se otorga a sí mismo ningún poder explícito de juzgar. Es el punto de vista particularmente útil para el cuento porque establece rápidamente quién es el que lleva el punto de vista o tiene los medios de percepción. El cuento es una forma tan apretada que apenas hay tiempo o espacio para desarrollar una sola consciencia. Quedarse con la visión externa de las cosas y con el pensamiento de uno de los personajes ayuda a mantener el control del foco del relato, y evita los cambios torpes de punto de vista.

Pero también la novela utiliza frecuentemente este método, como en The Odd Woman, de Gail Godwin:

Eran las diez de la noche del mismo día, y los residentes del condominio en la montaña iban regresando a su rutina y su sobriedad. Jane, en cambio, sentada en la cocina con un vaso de escocés sobre la mesa limpia ante ella, iba cayendo más y más en un sentimiento que sólo identificaba como algo poco familiar. No podía describirlo: era a la vez temible y agradable. Era como dejarse llevar y traer de algún lugar. Trató de recordar, ¿cuándo había comenzado exactamente?

Se nota que aquí la autora ha limitado su omnisciencia. No nos dirá la verdad final sobre el alma de Jane, ni definirá para nosotros ese sentimiento "poco familiar" que la propia mujer no puede definir. El narrador tiene a su disposición los hechos y los pensamientos de Jane, pero eso es todo.

La ventaja de la omnisciencia limitada respecto a la omnisciencia total reside en la inmediatez. En el ejemplo que hemos visto, como no nos está permitido saber lo que no sabe Jane de sus propios sentimientos, buscamos a tientas con ella el entendimiento. En este proceso se crea un convenio entre autor y lector, un convenio que no se puede romper. Si al llegar a ese punto la autora se detiene y responde a la pregunta de Jane "¿cuándo había comenzado exactamente?" diciendo "Jane no lo recordaría jamás, pero lo cierto es que empezó una tarde cuando tenía dos años", sentiremos que hay una imprevista y no solicitada intrusión del autor.

Dentro de las limitaciones que la escritora se ha impuesto hay no obstante fluidez y una gama de posibilidades. Note que el pasaje comienza con una observación panorámica (Las diez, residentes, rutina) y pasa luego a un enfoque más cerrado, con una visión todavía exterior de Jane (sentada en la cocina), antes de introducirse en su mente. La frase "Trató de recordar" da cuenta de manera relativamente factual de sus procesos mentales; en cambio con la siguiente oración "¿Cuándo había empezado, exactamente?" ya estamos dentro de la mente de Jane, oyendo la pregunta que se hace a sí misma.

Aunque parece restringida esta forma usual de omnisciencia limitada (información objetiva, más una consciencia), dadas todas las posibilidades de la omnisciencia dispone no obstante de una libertad que ningún ser humano posee. En la vida cotidiana uno tiene acceso total a una sola mente, la propia, y al mismo tiempo uno es la única persona a la que no se puede observar desde el exterior. Como escritor puede usted hacer lo que ningún ser humano puede: estar simultáneamente dentro y fuera de un personaje determinado. A esto se refiere E.M. Forster en Aspectos de la novela como "la diferencia fundamental entre la gente común y los personajes de las novelas":

En la vida diaria nunca nos comprendemos uno al otro, ni existe la clarividencia plena ni la confesión total. Sabemos del otro por aproximación, por tanteos, por signos externos, y eso basta para la vida social e incluso para la vida íntima. Pero la gente en las novelas puede ser comprendida totalmente por el lector, si así lo desea el novelista; su intimidad puede ser exhibida lo mismo que su vida interior. Y por esa razón a menudo nos parecen mejor definidos que los personajes de la Historia, nos parecen incluso conocidos nuestros.

El narrador objetivo. A veces el novelista o el cuentista no desea mostrar más que los signos externos. El narrador objetivo no es omnisciente sino impersonal. Cuando escribe como narrador objetivo restringe usted su conocimiento a los hechos que cualquier persona puede observar, a los sentidos de la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto. En el cuento "Colinas como elefantes blancos" Ernest Hemingway nos informa lo que dice y hace una pareja que disputa, sin revelar directamente sus pensamientos y, al mismo tiempo, sin hacer ningún comentario:

El norteamericano y la muchacha que lo acompañaba ocupaban una mesa en la sombra. Hacía mucha calor y el expreso de Barcelona tardaría cuarenta minutos en llegar. Se detenía dos minutos en el empalme, y seguía hacia Madrid.

-¿Qué vamos a tomar? -preguntó la muchacha. Se había quitado el sombrero para dejarlo sobre la mesa.

-Hace mucha calor -dijo el hombre.

-Bebamos cerveza.

-Dos cervezas -dijo él, mirando la cortina.

-¿Dobles? -preguntó una mujer desde el umbral

-Sí, dobles.

La mujer desapareció con dos vasos de cerveza y dos redondeles de fieltro que colocó sobre la mesa para poner encima los vasos llenos. Luego quedó mirando al hombre y a su compañera. La muchacha no apartaba la vista de la línea de colinas. Brillaban blancas bajo el sol y el terreno era oscuro y reseco.

En el transcurso de este cuento sabremos, íntegramente por deducción, que la chica está encinta y que se siente coaccionada por el hombre para hacer un aborto. Ni la preñez ni el aborto son mencionados en ningún momento. La narración se mantiene recortada, austera y externa. ¿Qué gana Hemingway con su propósito de objetividad?

Guía al lector al descubrimiento de lo que realmente ha pasado. Los personajes evitan el tema, buscan evasivas, disimulan, pero sus verdaderas intenciones y sus pensamientos son traicionados pos sus gestos, sus reiteraciones y los deslices de su lenguaje. El lector, guiado por el autor, saca sus conclusiones, como en la vida cotidiana; así es como tenemos la satisfacción de conocer a los personajes incluso más de lo que ellos mismos se conocen.

Hemos dividido con propósitos de claridad las posibilidades de la narración en omnisciencia editorial, omnisciencia limitada y narración objetiva, pero entre los extremos de la omnisciencia editorial (conocimiento total) y la narración objetiva (sólo observación externa) las posibilidades de la omnisciencia limitada son infinitas. Como es usted quien va a escoger su voz narrativa dentro de ese rango, necesita saber que al hacerlo impone sus reglas propias y que, después de fijarlas, tiene que ceñirse a ellas. Como narrador está usted en situación parecida a la de los poetas que tienen que escoger entre el verso libre y la rima. Si el poeta escoge el soneto está obligado a rimar. Los escritores que recién empiezan muchas veces se sienten tentados de cambiar el punto de vista, cuando es innecesario y, al mismo tiempo, un fastidio.

El cuello de Leo era raspado por la tela áspera de su uniforme. Se concentró en los botones y trató de no mirar a la cara al director de la banda, quien, sin embargo, estaba más divertido que enojado.

Este es un torpe cambio de punto de vista, porque tras haber sentido el embarazo de Leo, de pronto se nos pide saltar dentro de los sentimientos del director de la banda. Puede mejorar si se pasa de la mente de Leo a su observación:

El cuello de Leo era raspado por la tela áspera de su uniforme. Se concentró en los botones y trató de no mirar a la cara al director de la banda, el cual, sin embargo, sorprendentemente estaba sonriendo.

La nueva versión es más fácil de aceptar porque nos mantiene dentro de la mente de Leo mientras observa que el director de la banda no está enojado. De paso sirve al propósito de sugerir que Leo fracasa en su intento de concentrarse en los botones, y así la confusión se destaca.

Segunda persona

Primera y tercera persona son las más comunes en la narración; la segunda persona es experimental e idiosincrásica. Pero mejor mencionarla, porque varios autores del siglo XX se han interesado en sus posibilidades.

El concepto de narrador se refiere a los modos básicos de la narración. En tercera persona todos los personajes son llamados él, ella o ellos. En primera persona el personaje que cuenta la historia se refiere a sí mismo como yo, y a los demás personajes como él, ella o ellos. La segunda persona es un modo básico del relato sólo cuando un personaje es llamado tú o usted. Si un autor omnisciente se dirige al lector como tú o usted (Recuerda que fulano estaba en tal situación al comienzo...), esto no cambia el modo básico de la narración en primera o tercera persona. Sólo cuando "tú" se convierte en personaje, en actor del drama, la novela o el cuento está en segunda persona.

En Even Cowgirls get the Blues Tom Robbins muestra ambos usos de la segunda persona:

Si puede usted abrochar su reloj pulsera a un rayo de luz su reloj seguirá caminando, pero las manecillas ya no se moverán.

Pero cuando el narrador se dirige al personaje central, Sissy Hankshaw, la narración está básicamente en segunda persona:

Tira dedo. Al comienzo tímidamente, mostrando apenas el puño, inclinándote levemente en dirección a tu soñado destino. Una ardilla corre por una rama. Le tiras dedo a la ardilla. Un arrendajo pasa volando. Tu señal va hacia abajo.

Esta narración en segunda persona tiene un efecto extraño y original: el narrador observa a Sissy, y las órdenes que le da aun así implican una relación íntima y afectiva, que nos hace más fácil introducirnos en su mente.

Tu pulgar hace la diferencia con los demás seres humanos. Empieza a sentir la presencia alrededor de tu dedo. Te sorprendería que no haya magia allí.

En este ejemplo el tú del texto se refiere a un personaje nítidamente delimitado, distinto al lector. Pero también se puede usar la segunda persona como medio de convertir al que lee en personaje, como en el cuento "Panel Game" de Robert Coover.

Te retuerces, enviciado en Lady (que te excita) y en Norteamérica (que no, pero la bendices de todos modos); sin embargo tus contorciones serán mal interpretadas: Lady amorosa levanta sus pestañas, cierra los ojos y su respiración se acelera con la excitación... El público aúlla feliz mientras tanto. ¿Y quién puede maldecirlo? Tú resígnate a pasar la prueba en paz y saluda con una sonrisa tímida, no te muevas.

Una vez más el efecto de la segunda persona es inusual y complejo.

El autor atribuye al lector características y reacciones específicas; y así -presumiendo que uno le sigue la corriente- lo va empujando más adentro y en mayor intimidad con el relato.

Es poco probable que la segunda persona se vuelva un modo mayor en la literatura, como la primera y la tercera personas; pero precisamente por eso puede usted encontrarla interesante para la experimentación. Es sorprendente y relativamente poco ensayada aun.

Primera persona

Un relato está en primera persona cuando el que habla es un personaje. El término narrador se refiere a menudo al que narra el cuento, pero, hablando estrictamente, un cuento tiene narrador sólo cuando es contado en primera persona por uno de los personajes. Puede ser el protagonista, yo que cuento mi historia, en cuyo caso se trata de un personaje narrador central. O puede ser alguien que cuenta la historia de otro, en cuyo caso es un narrador periférico.

En cualquier forma, es importante indicar desde el comienzo qué tipo de narrador usamos, de manera que se sepa quién es el protagonista del relato. Como en el primer párrafo de La soledad del corredor de fondo, de Allan Sillitoe:

En cuanto llegué a Borstal, me destinaron a corredor de fondo de cross-country. Supongo que pensarían que tenía la complexión adecuada para ello, porque era alto y flaco para mi edad (y lo sigo siendo), pero, fuese como fuere, a mí no me contrarió nada, si debo decirles la verdad, porque en mi familia siempre le hemos dado mucha importancia al correr, especialmente al correr huyendo de la policía.

La atención se entra inmediatamente aquí sobre el yo del relato, y esperamos que ese yo sea el personaje central, cuyos deseos y decisiones llevan adelante la acción. En cambio desde las primeras líneas de La declinación y caída de Daphne Finn, de Bruce Moody, es Daphne la que adquiere vida por la atención y el detalle, mientras que el narrador se establece como observador e informante del asunto:

-¿Eres realmente tú?

Alta y melodiosa, la voz descendió hacia mí desde atrás y arriba -como parece que lo haría siempre, según parece- indistinta, igual que campanadas de otro pueblo.

Incapaz de contestar negativamente, me volví en el escritorio, alcé la vista, y sonreí amargamente.

-Sí -dije sorprendido por el rostro que se asomaba sobre mi hombro, un rostro cuya belleza era evidente, sin concesiones a lo convencional.

El narrador central siempre está, como lo indica su nombre, en el centro de la acción; el narrador periférico puede estar en virtualmente cualquier otra posición que no sea el centro. Puede ser el segundo en importancia en el cuento, o no estar involucrado en la acción para nada, sino ocupar simplemente la posición de un observador. El narrador puede describirse a sí mismo con detalle, o puede ser alguien difícilmente identificable, e imparcial. Es posible incluso un narrador en primera persona del plural, como el que usa Faulkner en "Una rosa para Emily", relato que es contado por un narrador que se identifica solo como nosotros, gente del pueblo en el que tiene lugar la acción.

Es cosa aceptada, y lógica, que el narrador puede ser central o periférico, personaje que cuenta su propia historia o alguien que cuenta la de algún otro. Sin embargo, el crítico y editor norteamericano Rust Hill, en su libro Writing in general and the Short Story in particular, plantea interesantes observaciones al respecto. Según Hill, el punto de vista falla cada vez que nuestra percepción de lo que sucede en el curso de la historia es diferente de la del personaje que cambió con la historia, o soporta la acción. Incluso si el narrador parece un observador periférico y la historia se refiere a otro, es realmente el narrador el que ha cambiado, y debe serlo, para que nos sintamos satisfechos en nuestra identificación emotiva con él.

Creo que siempre pasa esto en los relatos de mayor éxito; o bien el personaje que sufre los cambios con la acción es el que lleva el punto de vista, o, quienquiera que sea, el personaje que lleva el punto de vista se convierte en el personaje que cambia con las acciones. Llámenlo la ley de Hill.

Por supuesto, esta opinión nos obliga a deshacernos del valioso concepto de narrador periférico. Hill usa los conocidos caos de El gran Gatsby y Corazón de las tinieblas para ejemplificar lo que sostiene. En el primer caso Nick Carraway es un personaje testigo que nos cuenta la historia de Jay Gatsby, pero, al final de la historia, es la vida de Nick la que cambia con todo aquello que ha observado.

En el segundo ejemplo Marlow nos cuenta la historia de Kurtz, el buscador de marfil; incluso nos advierte: "No quiero aburrirlos con lo que a mí personalmente me sucedió". Al final de la novela Kurtz (al igual que Gatsby) es asesinado, pero no es la muerte de Kurtz la que más nos afecta, sino lo que ha aprendido Marlow personalmente de Kurtz y de su muerte. Lo mismo se puede decir de La declinación y caída de Daphne Finn: el foco de la acción está en Daphne, pero el dolor, la pasión y el fracaso los pone su biógrafo. Incluso en "Una rosa para Emily", donde el narrador es un nosotros colectivo, es el impacto implícito de Miss Emily sobre la población el que nosotros compartimos. Como tendemos a identificarnos con aquel a través del cual percibimos la historia, nos conmueve su percepción, incluso si la acción más fuerte de la historia está en otro lugar; a menudo es el mismo acto de observar el que produce la epifanía.

Hay que reconocer que un narrador en primera persona tiene todas las limitaciones de un ser humano, y que no puede por tanto ser omnisciente. Está obligado a informar sólo lo que sabe. E incluso aunque el narrador interprete efectivamente las acciones, haga sentencias o prevea el futuro, siguen siendo opiniones de un ser humano falible; no estamos obligados a aceptarlas, como lo estamos en el caso de las interpretaciones, verdades y predicciones del narrador omnisciente. Si quiere usted que aceptemos el mundo del narrador lo más difícil, la piedra de toque de la narración, consiste en convencernos a los lectores que confiemos y creamos en su narrador. Por lo contrario si su propósito fundamental consiste en que rechacemos las opiniones del narrador y nos formemos unas propias, se trata de un narrador no fiable.

¿A QUIÉN?

La mayoría de relatos están dirigidos a esa convención literaria que llamamos el lector. Cuando abrimos un libro estamos aceptando tácitamente el rol de miembros de un auditorio impreciso de lectores. Si el relato comienza diciendo "Mis padres fueron un borracho y una analfabeta; nací en las ciénagas de turba de Galwall durante la Gran Hambruna de la Papa", no nos alarmamos en absoluto. No nos colocamos al frente de ese desfalleciente irlandés que ha cruzado el Atlántico para hacernos sus confesiones, ni le increpamos ¿Por qué me viene a mí con todo esto?

Note que el concepto tradicional del lector presume la universalidad del público. La mayor parte de los cuentos no se dirige a determinado sector o periodo de la humanidad, ni permiten diferenciar entre lector y autor; se presupone que quien quiera lea el cuento puede llegar más o menos a la misma idea que su autor tiene del lector. De hecho la mayoría de escritores, aunque no lo reconozcan en el texto ni lo admitan, se dirigen a alguien que podría ser más o menos del mismo nivel de inteligencia que ellos. El autor de una novela romántica gótica se dirige a un lector genérico, pero sabiendo que su público ya está acostumbrado a la repetición de una fórmula, y que espera ciertos hechos: una amante rica, una heroína virtuosa, una casa amenazadora, vestuario colorido. La noción de cuento de New Yorker es ligeramente menos convencional: se podría decir que es lo que el autor nota que los editores notan que es lo que quieren los lectores del New Yorker. Cualquier persona que escribe algo que parece literatura asume el hecho de que sus lectores acostumbran leer, lo cual sólo es cierto para la mitad del género humano. Mi madre, fastidiada con las dificultades de mi estilo, acostumbraba recomendarme que escribiera para las masas, refiriéndose a los lectores del Selecciones que según ella necesitan afecto y distracción. Yo solía considerar su meta demasiado estrecha, hasta que me di cuenta de que mi propia meta, ser universal, era incluso más limitante: miraba a mis lectores como la gente que no leerá jamás el Selecciones.

No obstante, el supuesto más común de quien narra el relato, sea autor omnisciente o personaje-narrador, es que el lector es alguien tan convencible y entretenible como cualquier otro, y que el relato no necesita una justificación.

Pero hay varias excepciones a esta tendencia, que se pueden usar para implicar dentro del drama al narratario de la historia. El narrador puede dirigirse al lector, pero señalándole ciertos rasgos específicos que nosotros, los lectores reales, debemos aceptar para poder compartir la ficción. Los novelistas del siglo XIX acostumbraban dirigirse "A ti, amable lector, querido lector", etc., y esta pequeñísima caracterización era la manera de comprometer la comprensión mutua. En La soledad del corredor de fondo de Allan Sillitoe, el narrador divide el mundo en nosotros y ustedes. Nosotros, el narrador y los de su clase, son los marginales, los que viven por medios ilegales; mientras que ustedes son, por lo contrario, los que respetan la ley, los prósperos, los educados pero aburridos. Citemos nuevamente La soledad...

Supongo que esto les hará reír a ustedes, que yo digo que el gobernador es un canalla estúpido, cuando se da el caso de que yo apenas sé escribir y él sabe leer y escribir y sumar como un profesor. Pero lo que yo digo es la pura verdad. Él es estúpido, y yo no, porque yo sé ver mejor lo que hay dentro de los de su clase que lo que él ve que hay dentro de la mía.

La alusión más clara en este párrafo es que el narrador puede ver mejor dentro de nosotros los lectores que lo que nosotros vemos en quienes son como él; y gran parte de la ironía que se desprende del cuento se basa en el hecho de que mientras más simpatizamos y nos identificamos con el narrador, más aceptamos su condena de nosotros.

A otro personaje

Más específicamente, la historia puede estar contada a otro u otros personajes, en cuyo caso los lectores somos una especie de mirones; el que cuenta no nos reconoce ni por suposición. Así como narrador-autor que cuenta la historia en tercera persona es teóricamente más impersonal que el personaje que cuenta mi historia en primera persona, el lector es teóricamente un receptor más impersonal que cualquiera de los personajes del cuento. He dicho teóricamente porque, sobre todo tratándose del Punto de vista, más que de ningún otro elemento de la estructura narrativa, cualquier regla que se trate de imponer parece más la invitación a violarla hecha a un autor creativo.

En la novela o cuento epistolar, la narración consiste íntegramente de cartas escritas por un personaje para otro.

Yo, Mukhail Ivanokov, maestro del mesón de la aldea de Ilba en la República Soviética de Ucrania, le saludo y pido clemencia, Charles Ashland, comerciante petrolero de Titusville, Estados Unidos. Estrecho su mano.

O la convención puede ser un monólogo, dicho en voz alta por un personaje, para otro personaje:

¿Me permitiría, Monsieur, ofrecerle mis servicios? Si no le molesto, naturalmente. Mucho temo que ni pueda usted hacerse entender por ese estimable gorila que maneja este bar. No habla más que holandés. Y si usted no me permite ayudarle, nunca comprenderá que desea usted un gin.

(Albert Camus, La caída)

Una vez más las posibilidades son infinitas; el narrador puede hacer una confesión íntima a un amigo, a una amante, o puede presentar el caso ante los tribunales o ante un grupo de personas; puede estar escribiendo un informe muy técnico sobre la situación asistencial, adecuado para ocultar sus propios sentimientos; puede estar exprimiendo su corazón en una carta que él sabe que nunca enviará.

En cualquier caso, la convención adoptada siempre será contraria que cuando se cuenta la historia al lector. El oyente, al igual que el narrador, está inmerso en la acción; la convención no dice lo que son los lectores, sino lo que no son: somos espías, con toda la ambigua intimidad que esto supone.

FIN

¿Por qué tiene el gallo una cresta colorada?

¿Por qué tiene el gallo una cresta colorada?
Cuento anómino israelí
Adaptacion de Miri Baruj
Traduccion del hebreo: Perla Felman

Hace muchos años no existian los relojes. La gente se despertaba con la salida del sol, y se iba a dormir cuando el sol se ponía. Nadie sabía qué hora era, y en realidad este dato carecía de importancia.
La gente alcanzaba a realizar todas las tareas entre la salida y la puesta del sol. Lo mismo ocurría con los animales. También ellos se despertaban con la salida del sol y se acostaban a dormir cuando el sol se ponía.
El gallo era diferente a todos. Se despertaba al fin de la noche, cuando todavía no brillaba el sol. Simplemente, le gustaba dormir menos que a los demás. Con la primera luz, el gallo comenzaba a cantar, invocando al sol que envíe más rayos de luz para que llegue la mañana.
—Yo soy el que llamo al sol —decía el gallo pleno de orgullo.
Él se sentía el rey del día, el que ilumina el mundo. Con la cabeza levantada e hinchado de orgullo, daba vueltas por la granja y todos los animales lo respetaban mucho. Ellos estaban convencidos que sin el canto del gallo, el sol no saldría. Pero el gallo orgulloso no se conformó con el honor que le daban los demás y el honor de si mismo. Él quería más honor, y pensó que más puede hacer, para lograrlo.
Pensó y halló la respuesta.
Una tarde se trepó a un cerco de la granja y anunció:
—Escuchen todos, de pequeños a grandes, mañana por la mañana no pienso cantar. Y, por lo tanto, el sol no se habrá de asomar.
Todos los animales se asustaron de las palabras del gallo. ¿Qué ocurrirá? ¿La oscuridad reinará sin parar? ¿Cuándo trabajaremos? ¿Cuándo nos iremos a dormir? Como nos reconoceremos unos a los otros?
Fueron a rogarle al gallo y le pidieron que no los castigue, que siga despertando al sol como todos los días, pero el gallo testarudo no se dejo convencer y les dijo:
—Esta es mi decisión y no la cambiaré.
Los animales bajaron la cabeza, y se retiraron tristes a sus casas. El perro a su casucha, la vaca al establo, las gallinas al gallinero, el pajaro al nido, la abeja a la colmena y la paloma al palomar.
Todos estaban muy asustados. ¿Qué va a pasar si el sol no sale? Se fueron a sus casas, cerraron las puertas y persianas y se acostaron a dormir.
Transcurrió la noche y llegó la mañana. Todos se despertaron, pero no salieron de sus casas. Se sentaron tristes y esperaron. Ni siquiera se animaron a acercarse a la ventana, porque temían a la oscuridad, y solo pensaban en el malvado del gallo que los dejó tan asustados.
De pronto, cuando ya no creían que la oscuridad se terminaría alguna vez, escucharon la voz de un niño pequeño que decía:
—¡Buen día!.
Todos miraron para afuera, y ¡oh, qué maravilla! Había luz afuera. Todos abrieron la puerta y salieron. El perro salió de su casucha, la vaca del establo, la gallina del gallinero, el pajaro del nido, la abeja de la colmena y la paloma del palomar.
El niño salió a alimentar a los animales y todos se alegraron y dijeron:
—El gallo no cantó, y el sol brilló por sí mismo. ¡Buen día! ¡Buen día!
La alegría de todos los animales era intensa. Todos se concentraron en la granja muy felices, y se calentaron bajo el sol. Solo el gallo no vino a la cita.
Durante tres días se escondió en el gallinero. Cuando salíó finalmente afuera, su cresta se tiñó de colorado, de tanta verguenza.
Y desde aquel día tiene el gallo una cresta colorada.

Vañka

Vañka
Anton Chejov (Rusia)

Vanka Chukov, un muchacho de nueve años, a quien habían colocado hacía tres meses en casa del zapatero Alojin para que aprendiese el oficio, no se acostó la noche de Navidad.

Cuando los amos y los oficiales se fueron, cerca de las doce, a la iglesia para asistir a la misa del Gallo, cogió del armario un frasco de tinta y un portaplumas con una pluma enrobinada, y, colocando ante él una hoja muy arrugada de papel, se dispuso a escribir.

Antes de empezar dirigió a la puerta una mirada en la que se pintaba el temor de ser sorprendido, miró el icono oscuro del rincón y exhaló un largo suspiro.

El papel se hallaba sobre un banco, ante el cual estaba él de rodillas.

«Querido abuelo Constantino Makarich -escribió-: Soy yo quien te escribe. Te felicito con motivo de las Navidades y le pido a Dios que te colme de venturas. No tengo papá ni mamá; sólo te tengo a ti...

Vanka miró a la oscura ventana, en cuyos cristales se reflejaba la bujía, y se imaginó a su abuelo Constantino Makarich, empleado a la sazón como guardia nocturno en casa de los señores Chivarev. Era un viejecito enjuto y vivo, siempre risueño y con ojos de bebedor. Tenía sesenta y cinco años. Durante el día dormía en la cocina o bromeaba con los cocineros, y por la noche se paseaba, envuelto en una amplia pelliza, en torno de la finca, y golpeaba de vez en cuando con un bastoncillo una pequeña plancha cuadrada, para dar fe de que no dormía y atemorizar a los ladrones. Lo acompañaban dos perros: Canelo y Serpiente. Este último se merecía su nombre: era largo de cuerpo y muy astuto, y siempre parecía ocultar malas intenciones; aunque miraba a todo el mundo con ojos acariciadores, no le inspiraba a nadie confianza. Se adivinaba, bajo aquella máscara de cariño, una perfidia jesuítica.

Le gustaba acercarse a la gente con suavidad, sin ser notado, y morderla en las pantorrillas. Con frecuencia robaba pollos de casa de los campesinos. Le pegaban grandes palizas; dos veces había estado a punto de morir ahorcado; pero siempre salía con vida de los más apurados trances y resucitaba cuando lo tenían ya por muerto.

En aquel momento, el abuelo de Vanka estaría, de fijo, a la puerta, y mirando las ventanas iluminadas de la iglesia, embromaría a los cocineros y a las criadas, frotándose las manos para calentarse. Riendo con risita senil les daría vaya a las mujeres.

-¿Quiere usted un polvito? -les preguntaría, acercándoles la tabaquera a la nariz.

Las mujeres estornudarían. El viejo, regocijadísimo, prorrumpiría en carcajadas y se apretaría con ambas manos los ijares.

Luego les ofrecería un polvito a los perros. El Canelo estornudaría, sacudiría la cabeza, y, con el gesto huraño de un señor ofendido en su dignidad, se marcharía. El Serpiente, hipócrita, ocultando siempre sus verdaderos sentimientos, no estornudaría y menearía el rabo.

El tiempo sería soberbio. Habría una gran calma en la atmósfera, límpida y fresca. A pesar de la oscuridad de la noche, se vería toda la aldea con sus tejados blancos, el humo de las chimeneas, los árboles plateados por la escarcha, los montones de nieve. En el cielo, miles de estrellas parecerían hacerle alegres guiños a la Tierra. La Vía Láctea se distinguiría muy bien, como si, con motivo de la fiesta, la hubieran lavado y frotado con nieve...

Vanka, imaginándose todo esto, suspiraba.

Tomó de nuevo la pluma y continuó escribiendo:

«Ayer me pegaron. El maestro me cogió por los pelos y me dio unos cuantos correazos por haberme dormido arrullando a su nene. El otro día la maestra me mandó destripar una sardina, y yo, en vez de empezar por la cabeza, empecé por la cola; entonces la maestra cogió la sardina y me dio en la cara con ella. Los otros aprendices, como son mayores que yo, me mortifican, me mandan por vodka a la taberna y me hacen robarle pepinos a la maestra, que, cuando se entera, me sacude el polvo. Casi siempre tengo hambre. Por la mañana me dan un mendrugo de pan; para comer, unas gachas de alforfón; para cenar, otro mendrugo de pan. Nunca me dan otra cosa, ni siquiera una taza de té. Duermo en el portal y paso mucho frío; además, tengo que arrullar al nene, que no me deja dormir con sus gritos... Abuelito: sé bueno, sácame de aquí, que no puedo soportar esta vida. Te saludo con mucho respeto y te prometo pedirle siempre a Dios por ti. Si no me sacas de aquí me moriré.»


Vanka hizo un puchero, se frotó los ojos con el puño y no pudo reprimir un sollozo.

«Te seré todo lo útil que pueda -continuó momentos después-. Rogaré por ti, y si no estás contento conmigo puedes pegarme todo lo que quieras. Buscaré trabajo, guardaré el rebaño. Abuelito: te ruego que me saques de aquí si no quieres que me muera. Yo escaparía y me iría a la aldea contigo; pero no tengo botas, y hace demasiado frío para ir descalzo. Cuando sea mayor te mantendré con mi trabajo y no permitiré que nadie te ofenda. Y cuando te mueras, le rogaré a Dios por el descanso de tu alma, como le ruego ahora por el alma de mi madre.

«Moscú es una ciudad muy grande. Hay muchos palacios, muchos caballos, pero ni una oveja. También hay perros, pero no son como los de la aldea: no muerden y casi no ladran. He visto en una tienda una caña de pescar con un anzuelo tan hermoso que se podrían pescar con ella los peces más grandes. Se venden también en las tiendas escopetas de primer orden, como la de tu señor. Deben costar muy caras, lo menos cien rublos cada una. En las carnicerías venden perdices, liebres, conejos, y no se sabe dónde los cazan.

«Abuelito: cuando enciendan en casa de los señores el árbol de Navidad, coge para mí una nuez dorada y escóndela bien. Luego, cuando yo vaya, me la darás. Pídesela a la señorita Olga Ignatievna; dile que es para Vanka. Verás cómo te la da.»

Vanka suspira otra vez y se queda mirando a la ventana. Recuerda que todos los años, en vísperas de la fiesta, cuando había que buscar un árbol de Navidad para los señores, iba él al bosque con su abuelo. ¡Dios mío, qué encanto! El frío le ponía rojas las mejillas; pero a él no le importaba. El abuelo, antes de derribar el árbol escogido, encendía la pipa y decía algunas chirigotas acerca de la nariz helada de Vanka. Jóvenes abetos, cubiertos de escarcha, parecían, en su inmovilidad, esperar el hachazo que sobre uno de ellos debía descargar la mano del abuelo. De pronto, saltando por encima de los montones de nieve, aparecía una liebre en precipitada carrera. El abuelo, al verla, daba muestras de gran agitación y, agachándose, gritaba:

-¡Cógela, cógela! ¡Ah, diablo!

Luego el abuelo derribaba un abeto, y entre los dos lo trasladaban a la casa señorial. Allí, el árbol era preparado para la fiesta. La señorita Olga Ignatievna ponía mayor entusiasmo que nadie en este trabajo. Vanka la quería mucho. Cuando aún vivía su madre y servía en casa de los señores, Olga Ignatievna le daba bombones y le enseñaba a leer, a escribir, a contar de uno a ciento y hasta a bailar. Pero, muerta su madre, el huérfano Vanka pasó a formar parte de la servidumbre culinaria, con su abuelo, y luego fue enviado a Moscú, a casa del zapatero Alajin, para que aprendiese el oficio...

«¡Ven, abuelito, ven! -continuó escribiendo, tras una corta reflexión, el muchacho-. En nombre de Nuestro Señor te suplico que me saques de aquí. Ten piedad del pobrecito huérfano. Todo el mundo me pega, se burla de mí, me insulta. Y, además, siempre tengo hambre. Y, además, me aburro atrozmente y no hago más que llorar. Anteayer, el ama me dio un pescozón tan fuerte que me caí y estuve un rato sin poder levantarme. Esto no es vivir; los perros viven mejor que yo... Recuerdos a la cocinera Alena, al cochero Egorka y a todos nuestros amigos de la aldea. Mi acordeón guárdalo bien y no se lo dejes a nadie. Sin más, sabes que te quiere tu nieto

VANKA CHUKOV

Ven en seguida, abuelito.»


Vanka plegó en cuatro dobleces la hoja de papel y la metió en un sobre que había comprado el día anterior. Luego, meditó un poco y escribió en el sobre la siguiente dirección:

«En la aldea, a mi abuelo.»


Tras una nueva meditación, añadió:


«Constantino Makarich.»


Congratulándose de haber escrito la carta sin que nadie lo estorbase, se puso la gorra, y, sin otro abrigo, corrió a la calle.

El dependiente de la carnicería, a quien aquella tarde le había preguntado, le había dicho que las cartas debían echarse a los buzones, de donde las recogían para llevarlas en troika a través del mundo entero.


Vanka echó su preciosa epístola en el buzón más próximo...


Una hora después dormía, mecido por dulces esperanzas.

Vio en sueños la cálida estufa aldeana. Sentado en ella, su abuelo les leía a las cocineras la carta de Vanka. El perro Serpiente se paseaba en torno de la estufa y meneaba el rabo...

martes, 4 de septiembre de 2007

Hans Christian Andersen, un cisne de alto vuelo

Hans Christian Andersen, un cisne de alto vuelo

Víctor Montoya*
Vida en la pobreza
Hans Christian Andersen (Odense, 1805 - Copenhague, 1875) nació en el seno de una familia humilde, cuyo ámbito estaba signado por la suciedad y la pobreza, la promiscuidad y la prostitución. Su abuelo paterno era loco y su abuelo materno mitómano patológico.

El niño Hans Christian sentía pavor cada vez que veía a su abuelo paterno deambulando por las calles de Odense. En su autobiografía, El cuento de mi vida, apuntó que sólo una vez le dirigió la palabra, y que su abuelo, en estado de delirio, le contestó con palabras ininteligibles, como refiriéndose al vacío.

Su abuela materna ejerció la prostitución y tuvo tres hijas para tres maridos. Las tres experimentaron una infancia llena de sobresaltos y sobrevivieron a pan y agua. La mayor empezó vendiendo su cuerpo y acabó siendo propietaria de un burdel en Copenhague. La otra fue Anne Marie, la madre de Hans Christian.

Los primeros testimonios refieren que su madre fue abnegada e indulgente con sus hijos, cumplidora con los quehaceres domésticos y que su pequeña familia era una de las más prósperas del barrio; en tanto otros testimonios revelan que fue mujer de vida alegre, que tuvo una hija fuera del matrimonio, que doblaba en edad a su marido y era adicta al alcohol.

Su padre, Hans Andersen, era zapatero remendón y persona racional, quien creía más en la bondad humana que en los milagros de la divinidad. No fue esposo ideal pero sí un padre ejemplar. Durante el día, mientras estaquillaba suelas, estimulaba la fantasía de su pequeño hijo con relatos de la tradición oral, y en las noches de insomnio, sentado al borde de la cama, leía en voz alta los cuentos adaptados de Las mil y una noches, antes de que Hans Christian se entregara a merced del sueño, con las maravillosas aventuras de Simbad, el marino.

Algunas veces jugaba solo en el cuarto y otras se marchaba al campo a contemplar la naturaleza, pues era un niño de carácter tímido y retraído. Pasaba más tiempo con sus títeres que con sus amigos, aunque ya entonces intuía que un día llegaría a ser famoso, si no era como cantor, al menos como actor o escritor. Nunca puso en duda su talento artístico. La prueba está en que siendo muy niño se construyó un pequeño teatro, donde hacía de actor y espectador, valiéndose del soliloquio y la imaginación.

Cuando murió su padre a la edad de 34 años, y era velado en la cocina en medio de un silencio sepulcral, recuerda que su madre, una mujer inculta y supersticiosa, le señaló la garganta de su padre y dijo: “Allí están las huellas de las uñas del demonio que vino a llevárselo”. Esa escena diabólica lo acosó a lo largo de su vida, y, mientras más viejo se hacía, era mayor el temor que sentía a perder el juicio de la razón como su abuelo.

Hans Christian terminó la escuela de pobres con pésimos resultados en lectura, escritura y matemáticas. De modo que su madre, quien contrajo segundas nupcias con otro zapatero remendón, no se hizo más ilusiones que hacer de su hijo un buen sastre, pues si aprendió a coser ropas para sus títeres, cómo no podía confeccionar trajes para las personas mayores. Así, al asomar al umbral de la adolescencia, trabajó en una fábrica textil, alternando ese oficio con el canto, hasta que cierto día escuchó la voz del capataz, quien, refiriéndose a su actitud afeminada, le dijo: “Tú no eres un hombre, sino una virgen”, una expresión que desató la risa de sus compañeros y la furia de Hans Christian, quien abandonó el trabajo sin mayores explicaciones.

En Odense asistió a algunas representaciones teatrales, las cuales lo motivaron a probar su vida como actor. Además, el timbre de su voz, su fantasía para improvisar los diálogos y sus movimientos espontáneos, eran recursos a su favor. Él mismo reconoció después que todo lo que oía en sus cantares, en la declamación de sus versos y en los monólogos, lo indujeron a pensar que había nacido para el teatro; allí se haría famoso con un poco de ingenio y otro poco de paciencia.

Cuando murió su madre de delírium tremes en un asilo de su ciudad natal, Hans Christian se vio obligado a sobrevivir solo. A los 14 años, sin otra propiedad que su prodigiosa fantasía, abandonó su casa en Odense y se mudó a Copenhague, esperanzado en trabajar en algún grupo de teatro. Pero ni bien llegó a la capital, nadie quiso saber de él ni de sus proyectos. Pasó hambre y frío en un gueto, compartiendo su suerte con los más necesitados, hasta que en 1822 conoció a Jonas Collin, quien, convencido del talento de su amigo, decidió ayudarlo en su cometido. Para empezar, le consiguió una beca en la escuela latina de Slagelse, considerando su deficiente destreza en la lectura y escritura.

El joven Hans Christian, golpeado por el mundo capitalino, en trance de bailarín, cantor y actor, se instruyó gracias al respaldo económico de su benefactor. Venció los exámenes de bachillerato a los 23 años y asumió en serio su vocación literaria. Escribió poemas, entretuvo a los niños narrándoles cuentos y, en sus horas libres, recortó siluetas de libros y revistas, para luego pegarlas en unos cuadernos, junto a versos y cuentos breves.

Escritor de los niños

Hans Christian Andersen modernizó el cuento popular a partir de su mundo existencial y la realidad cotidiana. Él, como todo gran escritor, concedió vida a todo lo que imaginaba, como un niño concede vida a sus juguetes.

En los albores de su vocación literaria, sus cuentos comenzaban de la manera clásica: “Érase una vez... había una vez... hace muchos años...”. Pero después, cuando encontró su propio estilo, usó frases vinculadas con la naturaleza: “...¡Qué frío hacía! Nevaba y comenzaba a oscurecer... ¡Qué hermoso estaba el campo! Era verano...”

En la extensa producción de Andersen no se encuentran cuentos que hagan reír, sino cuentos que plantean la crueldad y la ternura de un modo sutil. Ahí tenemos “El patito feo”, cuyo tema, que refleja el fuero interno de su autor, es una suerte de alegoría autobiográfica. Los cuentos de Andersen son tristes, a veces demasiado tristes, pero el hondo lirismo de su prosa, más su capacidad para recrear atmósferas de gran intensidad poética, tornan mansamente suave ese dolor que, así depurado, culmina casi siempre en un final feliz, como suelen terminar los cuentos infantiles.

Para Andersen fue difícil separar la leyenda de la historia y la realidad de la fantasía. Él recreó estéticamente los cuentos populares escuchados en su infancia, en las cámaras de tejer, las cosechas de campiña y los barrios del pobrerío. No se limitó a transcribir los cuentos de la tradición oral al estilo de Charles Perrault y los hermanos Grimm, sino que les dio un tratamiento literario para atrapar la atención de los lectores.

Es digno destacar que, durante mucho tiempo, Andersen estuvo influenciado no sólo por Perrault y los Grimm, sino también por los hermanos Orsted, cuyos trabajos en el campo de las ciencias naturales le sirvieron para asimilar los conceptos: “Det gode, det skönne og det sade” (Lo bueno, lo bello y lo feo).

El mito, la leyenda y la historia, son materias primas que Andersen transformó en verdaderas joyas literarias. La estructura de sus cuentos es simple y su eje temático gira en torno a las clásicas contradicciones humanas. “Nadie como él supo penetrar en ese calidoscopio misterioso que es el mundo de los seres y las cosas. Aborda una temática múltiple de la condición humana: el amor, el dolor, la necesidad, el orgullo, el egoísmo, la crueldad, el dualismo; en fin, llega a plantear hasta la problemática del bien y del mal con todos sus recovecos” (Elizagaray, M-A., 1975, p. 90).

El joven Andersen recogió sus mejores cuentos en el folleto “Eventyr i fartalte för barns” (Cuentos para los niños). Y, a partir de entonces, no dejó de publicar otros que serían traducidos a diversos idiomas e ilustrados por artistas de reconocida trayectoria, como es el caso de Wilhem Petersen y Lorens Frolich.

Entre 1835 y 1872 escribió 156 cuentos, casi todos destinados a los niños. Al mismo tiempo, aparte de esta abundante colección de cuentos, que son verdaderas obras maestras en su género, publicó los libros: Melodías del corazón, El improvisor, El cuento de mi vida, Líricas, Fantasías y bosquejos y Álbum sin rostros. Todos ellos con un estilo claro y sencillo, al alcance tanto de los niños como de los adultos.

Andersen escribió en sociolectos correspondientes al código lingüístico restringido del proletariado y al código elaborado de la aristocracia. Según sus biógrafos, en el instante de escribir sus vivencias y contradicciones internas, pensaba en el sociolecto que aprendió de su madre y escribía en el sociolecto que se prestó de la aristocracia, un estilo que influyó a varios escritores escandinavos, a August Strindberg y Selma Logerlöf, entre otros.

Se dice con justa razón que Dinamarca produjo al fénix de los escritores para niños, pues cada vez que Andersen escribía cuentos, tenía presente al niño en su mente. Esto trasluce una carta que le envió a Ingemann, en 1835, en la cual confesó que escribía sus cuentos como si se los contara directamente a los niños, aunque no gustaba tenerlos a su alrededor, probablemente, porque él mismo fue un niño maltratado y desolado, que recurrió a la fantasía para defenderse de su entorno.

Fama y desventura

Hans Christian Andersen, en principio, escribió más para satisfacer a Jonas Collin que a sus lectores, quizás por eso escribió tantos cuentos dedicados a la familia Collin, los mismos que no vacilaron en despreciarlo por su fealdad física; desprecio que Andersen volcó con maestría en su cuento “El patito feo”, en el cual describe su propio destino, ese destino cenicientesco de quien nace entre las clases más bajas y vuela como un cisne hasta los salones de la aristocracia.

Nadie pensó, hasta 1830, que este hombre de nariz prominente y curva, piernas largas, brazos delgados y pasitrote ridículo, llegaría a ser un día el escritor más famoso de la literatura infantil y el príncipe de los escritores para niños. Elías Bredsdorff, uno de sus mayores biógrafos, dice: “En términos modernos, Andersen era un hombre nacido en el seno de un semiproletariado carente de toda conciencia de clase, pero en su vida privada se elevó a la altura de la más refinada aristocracia” (Zipes, J., 1984, p. 88).

Jamás dejó de sentir vergüenza de su origen de clase. En junio de 1850, apuntó en su diario: "Un vagabundo miserable estaba en el puerto. Sentí temor de que me reconociera, temor de que me insultara y dijera que era un paria ascendido a una casta superior" (Enquist, P-O., 1984, p. 12). Mas el vagabundo no le dirigió la palabra ni la mirada, pues aparentemente sabía que ese hombre de sombrero alto, abrigo negro, bastón en mano, tuvo siempre delirios de grandeza y la ciega ambición de vivir en la opulencia.

Su fama, más que darle satisfacciones, le provocaba espasmos. Estaba consciente de que ni el rey ni el Papa se escapaban de sus escritos. Señores y vasallos leían sus cuentos en las calles y las recámaras, mientras en él cundía la soledad y la angustia; una actitud que, contrariamente a lo que muchos se imaginan, no le impedía sentir ganas de compartir su vida con una mujer, así sea por contados minutos.

En Francia compró el lecho de una prostituta turca, pero su intención no llegó más allá de la conversación. No le movió ni un pelo durante la noche, pero se enteró por boca de ella cómo se iluminaba Constantinopla en el cumpleaños de Mohamed. Y, tras oír esa historia, similar a los relatados por Scheherazade en Las mil y una noches, sintió una huracanada de ternura y lástima en el corazón. La situación de la prostituta le traía reminiscencias del pasado, recordándole a su tía y su abuela, y le provocaba una pena tan grande al saber que la prostituta, en cualquier instante y lugar, se entregaría al primer postor.

Andersen estuvo varias veces enamorado, y las sensaciones de esos amores platónicos formaron parte de sus cuentos. La última mujer a quien ofreció su amor fue la cantante Jenny Lina, musa que lo inspiró a escribir “El ruiseñor”. Cuando la cantante se enteró de las pretensiones del poeta, quien vivía aquejado de su fealdad, le envió un espejo de regalo. El poeta enamorado se miró la cara por todos los costados y comprendió el significado del mensaje.

En el ocaso de su vida, su mayor temor era que lo enterraran vivo, ya sea por enemistad o por descuido, por eso dejó recomendado que, el día en que cerrara definitivamente los ojos, le cortaran una vena para comprobar que estaba muerto y que no había peligro de enterrarlo vivo.

¿Era hijo de nobles?

El historiador Jens Jørgensen, rector de la escuela Slagelse de Copenhague, institución en la cual cursó estudios el célebre cuentista danés, publicó la biografía Hans Christian Andersen: una verdadera leyenda, que provocó una serie de controversias en el ámbito literario de su país. Según los datos que aporta Jørgensen, los padres de Andersen no eran un zapatero y una fregona, como se ha afirmado tradicionalmente, sino el príncipe Christian Fredrik y la baronesa finlandesa Elise Ahlefeldt-Laurvig.

Sin embargo, a pesar de los argumentos esgrimidos por el autor de la biografía, esta tesis ha sido silenciada por la crítica especializada, lo que no impide que Jørgensen tenga algunas pruebas a su favor y se haga varias preguntas: ¿Por qué Andersen fue bautizado por un cura y no por el vicario como los demás niños pobres de Odense? ¿Por qué era el único niño de su clase que tenía privilegios en la escuela? ¿Por qué el hijo de un zapatero pobre podía ir al castillo de Odense y jugar con el príncipe Frits, quien posteriormente se constituyó en el rey Fredrik VII? ¿Por qué fue becado a la escuela latina de Slagelse? ¿Por qué fue nombrado oficial siendo aún estudiante en Kongens Livkorps, un título militar que sólo se concedía a los hijos de la nobleza?

Si bien es cierto que estas preguntas pueden tener innumerables respuestas, también es cierto que los datos proporcionados en el libro avalan el análisis del historiador Jørgensen, quien, tras escarbar en documentos no oficiales, llegó a la conclusión de que los verdaderos padres de Andersen fueron el príncipe Christian Fredrik, de 18 años de edad, y la baronesa finlandesa Elise Ahlefeldt-Laurvig, de 16 años de edad, quienes, luego de mantener una relación prematura y secreta, tuvieron un hijo que nació el 1 de abril de 1805, el mismo que, debido a las concepciones morales de la época, fue entregado en calidad de hijo adoptivo a una pareja de zapateros en Odense.

Aunque se cree que Andersen era hijo de cuna real, su obra fue inspirada por la realidad que rodeó su vida. Como creció en medio de la pobreza, la desolación y las necesidades materiales, era sensible incluso a los dibujos o grabados que representaban niños pobres, motivos que, además de tocarle las fibras íntimas, constituyeron el argumento de varios de sus cuentos. Nunca pudo desprenderse de su pasado y de los temas afines a la pobreza, incluso viviendo en medio de la abundancia y siendo ya un escritor reconocido, no era ajeno al sufrimiento de la gente. Por eso su cuento “La niña de las cerillas”, basado en la pobreza y la desolación de un grabado, que le envió el redactor de un almanaque pidiéndole que se inspirara en él, fue escrito en un ambiente de lujo principesco en Copenhague.

Ya se sabe que Andersen intentó ser bailarín, cantor, actor, dramaturgo y poeta. Pero fracasó porque su destino le señaló otro camino. Él no podía llegar a ser otra cosa que cuentista, un oficio en el cual se elevó como un cisne de vuelo alto, desde cuando publicó su primer volumen de cuentos para niños, en 1835. Desde entonces, gracias a su talento y su dedicación, ha cautivado con sus cuentos a millones de niños alrededor del mundo.

FIN