martes, 28 de agosto de 2007

Teoria literaria Estructura del cuento

Estructura del cuento

Eutiquio Cabrerizo


El cuento es la composición literaria más antigua de la humanidad, pero también se está convirtiendo en su modalidad de relato breve en una fórmula moderna de expresión dotada de inagotables posibilidades.

Se trata de una composición de pequeña extensión en la que empieza, se desarrolla y finaliza lo que se desea decir, y se escribe pensando que va a contarse o va a leerse completamente, sin interrupción, de forma diferente al resto de los géneros literarios, en los que el escritor considera que puedan ser leídos por partes, en veces sucesivas.

Leyendo un cuento detenidamente, pueden observarse las distintas partes que lo forman: La introducción, el desarrollo y el desenlace. Cada una de estas fases se subdivide, a su vez, consiguiendo un efecto armónico unitario.

De acuerdo con esta estructura, el principio debe explicar:

-Quién es el protagonista.

-Dónde sucede la acción.

-Cuándo ocurre.

-Qué es lo que sucede.

-Por qué ocurre.

El núcleo del relato puede contener:

-Los obstáculos que dificultan el cumplimiento de un deseo. En el cuento "La boda de mi tío Perico" los personajes secundarios entorpecen que el invitado pueda asistir a la fiesta.

-Los peligros que amenazan directa o indirectamente al protagonista. Un ejemplo es el cuento de "Los tres cerditos", donde el lobo representa las fuerzas del mal que se oponen a la felicidad de los héroes.

-Las luchas físicas o psíquicas entre personajes contrarios, que se resuelven en la parte final del cuento mediante algún procedimiento inesperado. Sirve de ejemplo, entre otros muchos, la relación de Cenicienta con sus hermanastras, salvada por el príncipe mediante el símbolo del zapato.

-El suspenso producido por una frase que se repite o un enigma imposible de descifrar para el lector o el oyente. Puede ser el caso de la esfinge en la Grecia clásica o, en la más arraigada tradición oral, el cuento de Caperucita, que es capaz de encoger el corazón de los más pequeños en el insuperable diálogo de la protagonista con el lobo.

El desenlace de la narración podrá ser:

-Terminante: El problema planteado queda resuelto por completo. En el cuento de "La Cabra y los siete Cabritos" la muerte del lobo cayéndose al agua con la barriga llena de piedras aleja para siempre el peligro.

-Moral. El comportamiento de los personajes transmite el valor ético que se desea mostrar. Entre los muchos cuentos moralistas pueden citarse "El pastor y el lobo", "El león y el ratón", etc.

-Dual. Existen dos protagonistas de caracteres opuestos, que producen efectos contrarios dependiendo de sus actos. En el cuento de "Las dos doncellas" una de ellas arroja sapos por la boca por su mal comportamiento mientras que de la boca de la segunda salen joyas y piedras preciosas debido a su generosidad y buen corazón.

-Esperanzador. Al final del relato se sugieren posibles modificaciones de actuación que pueden resolver el problema en el futuro. Un cuento de este tipo puede ser "El ruiseñor y el emperador", donde la proximidad de la muerte de éste le ayuda a conocer el verdadero comportamiento de sus servidores y le permitirá corregir sus errores a partir de ese momento.

FIN

miércoles, 22 de agosto de 2007

Teoria literaria Personajes

La creación de personajes

Anónimo

Manejo de elementos psicológicos para la creación
de caracteres perfectamente delimitables; asignación
de nombres a los personajes; el personaje anónimo;
el escritor como personaje.
Básicamente, un personaje es un ente capaz de ejecutar acciones en una historia. Aunque ésta podría ser tomada como una definición suficientemente compacta del personaje, tendremos que detenernos a desglosarla en sus dos elementos: el personaje es un ente y este ente es capaz de ejecutar acciones en una historia, para comprenderla cabalmente.
Cuando nos referimos al personaje como un ente tratamos de desligar el concepto general de personaje de la idea de que los personajes siempre han de ser seres humanos. Desde tiempos inmemoriales, la literatura ha estado llena de personajes encarnados en miembros de los reinos animal, vegetal o mineral, así como en objetos y hasta en ideas. Nada más pensemos, para ilustrarlo, en la poco conocida Bracacomiomaquia, de Homero, que describe la batalla entre las ranas y los ratones, o las recurrentes fábulas de Esopo: en ambos casos, los personajes son representados por animales. En el texto original de Pinocchio, del italiano Carlo Collodi, el personaje principal es un muñeco de madera y además hay personajes encarnados por animales o por humanos. En Pedro Páramo, del mexicano Juan Rulfo, la mayoría de los personajes son personas muertas, lo cual nos brinda una perspectiva especial del concepto de personaje. En La vez que lunes fue domingo, del venezolano Francisco Massiani, los personajes principales son los días de la semana.
Como hemos visto, no existen límites para la naturaleza que tendrán los personajes en una historia. Así que lo que hace que un ente se transforme en personaje es que el escritor le dote de la posibilidad de ejecutar una acción determinada. Sin embargo, es preciso saber que esta acción debe ser ejecutada por el ente de manera consciente. El que en una historia exista una puerta que se abre no quiere decir que la puerta sea ya un personaje; el escritor tiene que añadir elementos que nos indiquen que la puerta se ha abierto por su propia cuenta con un objetivo específico. Si la puerta se abre, por ejemplo, porque sabe que debe abrirse, y lo hace ante circunstancias específicas, adquiere carácter de personaje y ocupa como tal un lugar en la historia. Este recurso del escritor, que esencialmente se logra otorgando características humanas a un ente que en la realidad no las tiene, ha sido académicamente denominado humanización.
Al dotarles de características humanas, el escritor le da a los personajes una posibilidad adicional: tener su propia psicología. A través de su experiencia vital, el escritor aprende que las personas pueden agruparse en diversas tipologías. Entonces localiza ciertas características clásicas del huraño, del rico, del trabajador, del borracho, de las feministas, de los orgullosos, de los débiles... Mientras mayor sea la experiencia del escritor, tanto desde el punto de vista literario como en las diversas situaciones que se presentan en la vida, mejor será el manejo de los personajes si logra traducir en ellos las características que ha aprendido de la gente que ha conocido en el tiempo.
En una historia compleja, donde los personajes sean en su mayoría seres humanos, es recomendable que el escritor aplique ciertos conocimientos de psicología aunque ni siquiera los posea. Esto es porque las características de las personas son definidas por la psicología, pero el conocimiento de estas características no se limita a quienes hayan estudiado esta ciencia profesionalmente. De hecho, los estudios psicológicos tienen como fundamento el conocimiento básico de las personas y van profundizando en ellas mediante la aplicación de lo que la ciencia sabe de la personalidad.
El escritor tiene la responsabilidad de diferenciar nítidamente entre las historias cuyos personajes deban ser sazonados con ciertas características psicológicas y las que no requieren de ello para su desarrollo. Esta diferencia viene dada generalmente por la importancia que los personajes tengan en la historia y por la longitud del texto. En el cuento breve, es casi innecesaria la profundidad psicológica porque el factor que cobra mayor importancia es el desarrollo mismo de la historia para ejemplificar un hecho determinado. En la novela, mayoritariamente es imprescindible que los personajes sean correctamente definidos desde el punto de vista psicológico. La extensión misma de la novela requiere generalmente que el escritor profundice en todos los elementos, pues dispone del tiempo y del espacio físico para hacerlo. Además, la complejidad de las acciones en una novela no puede ser ejecutada, en la mayoría de los casos, por seres simples sólo determinados por un nombre.
Aunque no hay tal cosa como una teoría general de la construcción de personajes, se verifica en la mayoría de los casos que el primer elemento a considerar por el escritor para crear un personaje es la acción que éste va a desarrollar en la historia y el peso que tendrá en la misma. Luego aparecerán las relaciones entre el personaje y los demás personajes de la historia. En ambos momentos se van añadiendo o eliminando ciertas características psicológicas del personaje, de la misma manera como un escultor moldea la piedra. En este proceso se le asigna el nombre al personaje o se decide si el mismo llegará a tener mayor o menor importancia en algún punto de la historia.
La caracterización de los personajes también tiene diversos grados de profundidad, independientes de la complejidad de la historia. Si un cuento se fundamenta en elementos psicológicos, los personajes deberán ser profundos; pero si el mayor peso recae sobre las actividades que los personajes ejecutan, el escritor puede dejar a un lado la profundización psicológica en la caracterización. En la novela, el escritor aplica sus conocimientos de las reacciones de los personajes de acuerdo a la importancia que éstos tengan en el desarrollo general de la historia. Estas reacciones, en todos los casos, deben tener relación directa con el estímulo que las genera. Si una reacción aparece como ilógica ante una situación determinada, el escritor generalmente aclara sus razones mediante el entrelazamiento de conductas y hechos posteriores.
Otro factor, que a primera vista pudiera no tener importancia, es el del nombre del personaje. No todos los personajes deben tener un nombre, ni siquiera es imprescindible que el personaje principal tenga un nombre; pero sí debe haber una forma de denominarlos. Hoy en día, es común encontrar historias en las que un personaje es definido simplemente por su actividad -el periodista, la gran señora, el hombre- o por un apodo con el que le reconoce el escritor o el resto de los personajes. Es posible, incluso, que un personaje tenga un nombre propio pero que el escritor decida apelarle usando alguna de sus características.
Hay quienes usan nombres propios para dar al lector una idea de cuál será el papel del personaje en la historia. En Rayuela, de Julio Cortázar, el personaje femenino de mayor peso se llama Lucía, pero el autor la nombra la Maga. También los demás personajes la llaman así, pero en sus conversaciones cotidianas algunos prefieren llamarla por su nombre. Se advierte, así, que el escritor puede construir su historia como si ésta fuera parte de la realidad, por lo que él puede tener una relación de mayor o menor afinidad con algunos personajes y reaccionar de manera similar a como éstos reaccionan con él. El personaje al que Cortázar llama la Maga tiene realmente ciertas características que podríamos definir como mágicas, cierto misterio la envuelve; así que cuando el lector se topa con este personaje ya tiene una idea de lo que le espera. Otras combinaciones son más claras: Kafka, obsesionado por el tema de la interacción entre el hombre y el poder, llama a sus personajes simplemente el guardián o el juez. En el mismo Kafka se observan casos extraños: un personaje recurrente en su narrativa se llama simplemente K -la primera letra del apellido del autor-, en algún cuento, Kafka asigna a sus personajes nombres de variables matemáticas: A y B.
Muchos escritores utilizan, en sus inicios, nombres demasiado simples para los personajes: Juan, José, Pedro. Otros, contaminados por las telenovelas, les dan nombres de galanes: Víctor Jesús, Luis Rafael, Juan Augusto. Aunque, como dijimos, este campo no puede ser completamente teorizado, es preciso que el nombre de un personaje dé a la historia cierta credibilidad. No hay nada que impida que un personaje se llame Pedro Pérez, pero es probable que un nombre así no impresione favorablemente al lector. Muchos escritores resuelven este problema utilizando nombres comunes pero poco usuales: el personaje masculino de Rayuela es Horacio Oliveira; los personajes de Cien años de soledad son José Arcadio, Aureliano, Úrsula. Quizás García Márquez habría podido llamar José Sinforoso en lugar de José Arcadio a sus héroes mitológicos, pero ciertamente los nombres escogidos tienen mayor sonoridad y esto, sin duda, ayuda a que el lector asimile la existencia de esos personajes como seres reales.
En algunos casos, el escritor se permite participar directamente en la historia. Todo es factible de ser literario, y el escritor no está fuera de esta regla. En Niebla, del español Miguel de Unamuno, un hombre de personalidad completamente gris ha pasado la mayor parte de su vida apegado a su madre. A la muerte de ésta, y ya convertido en un hombre, se enamora de una muchacha que acude regularmente a su casa a hacer trabajos domésticos. Eventualmente la muchacha no le corresponde y se va a vivir con un muchacho de la vecindad, y el protagonista decide suicidarse. Recuerda que una vez leyó un ensayo sobre el suicidio, escrito por un profesor universitario, y que al leerlo se prometió a sí mismo visitar a este profesor si algún día le asaltaba la idea de suicidarse. Cuando el personaje se presenta ante el profesor, éste resulta ser el mismo Miguel de Unamuno, quien le revela que está escribiendo una novela en la que ya no le es importante como protagonista y decide matarlo: por eso la intención de suicidarse, porque es un personaje que debe morir para dar curso al resto de la historia. El protagonista de la novela reta a su autor, a Unamuno, diciéndole que él no es Dios y que no puede decidir sobre su vida. Se vuelve a su casa resuelto a no suicidarse. Esa misma noche muere de una indigestión.
Recordemos que el autor y el narrador de una historia son dos instancias distintas: el autor es la persona real que crea la historia, el narrador es el ente que de alguna u otra manera -en primera o en tercera persona- se encarga de contar la historia. Pues bien, se puede hacer que el narrador sea omnisciente pero que el mismo sea integrado como un personaje, y los resultados han sido bastante interesantes. Los personajes retan al narrador o le invitan a que cuente ciertas partes de la historia que han permanecido ocultas a los ojos del lector. Como ya hemos dicho en anteriores oportunidades, el escritor puede virtualmente hacer cualquier cosa que le plazca en su historia, pero la efectividad de los recursos que utilice se verifica en concordancia con la experiencia que le hayan brindado, previamente, el ejercicio de la creación y la lectura de los más diversos autores.

miércoles, 15 de agosto de 2007

Los adjetivos

Uso y abuso de la adjetivación en la literatura

Carmen Javaloyes
La literatura emplea todos los medios de los que dispone el lenguaje para embellecer su discurso y la adjetivación es el método más empleado para lograr sus fines; sin embargo, un abuso puede provocar el efecto contrario.

Las especiales características del adjetivo nos explican porqué.

Ni los gramáticos griegos ni los latinos consideraron al adjetivo como una categoría independiente. En general, unos lo incluían dentro de la categoría verbal y otros dentro de la nominal. La más interesante es la que lo consideraba en la categoría verbal dentro de las predicaciones del verbo (Gramática de Platón). Esta concepción se basaba en consideraciones de tipo sintáctico y formal y es lo que conocemos como predicado nominal.

La consideración del adjetivo como categoría independiente se da en la Edad Media con los Modistas que ya tratan al adjetivo con un modo de significación distinto del sustantivo, el único con categoría nominal (este concepto lo comparten con los estoicos griegos) aquí influyen las características de tipo morfológico o flexivo. A partir de esta consideración, se estudiará al adjetivo como categoría propia.

Desde el punto de vista semántico, el adjetivo puede diferenciarse del sustantivo porque éste “considera” los objetos, es decir “piensa” los objetos con existencia independiente, mientras que cuando el hablante considera los objetos con dependencia del significado de otra categoría, los expresa desde el adjetivo.

Esta consideración semántica es la que considera Guillaume: El proceso de adjetivación es un proceso de tipo general, que se acerca al universal semántico, va más allá de la generalización. En este sentido distingue entre incidencia interna e incidencia externa: el sustantivo goza de incidencia interna mientras que el adjetivo posee incidencia externa (es decir, necesita para significar la presencia del sustantivo). Según este criterio, también el verbo posee incidencia externa, y sin embargo en el verbo aparece un criterio de tipo temporal, se hace una alusión al tiempo, cosa que no ocurre ni en el sustantivo ni en el adjetivo.

Otra definición de tipo semántico es la que dan Amado Alonso y Henríquez Ureña: indican que al sustantivo corresponden conceptos independientes, mientras que al adjetivo y al verbo corresponden conceptos dependientes.

Desde el punto de vista formal, el adjetivo comparte con el sustantivo los formantes constitutivos (género y número) y facultativos (prefijos, sufijos...). La principal diferencia entre éstos, se da en el proceso de concordancia al depender el adjetivo del sustantivo y en el hecho de que el adjetivo admite grados (superlativo, comparativo...).

El grado es la principal característica del adjetivo y lo que distingue la simple enunciación de la cualidad frente a enunciaciones de tipo comparativo o valorativo. En el caso de la literatura, se trata de expresar valoraciones con interés peyorativo o de exaltación de características...

Formalmente, los comparativos de superioridad de tipo sintáctico que se emplean son: más que; de igualdad tan + adj. + como, igual de + adj. + que, lo mismo de + adj. + que; inferioridad menos + adj. + que.

El empleo de estas formas con intención literaria demuestra un conocimiento de la lengua poética tan pobre como un chiste de Chiquito.

Procedimientos de grado de tipo morfológico son: los sufijos del superlativo absoluto -ísimo -érrimo (forma culta) y si añadimos connotaciones de tipo enfático, los prefijos archi- super- re- requete- que añaden matices sociales: supermolón, archifamoso, remalo, requetemalo; formas que también debemos desechar a no ser que las empleemos con la semiótica que implican... Restos de formaciones latinas que van despareciendo son -ior, -ius.

No todos los adjetivos admiten grados, hay algunos que indican cualidades o características que no se pueden calificar: eléctrico =/ más eléctrico, muerto =/ menos muerto, casos que poéticamente sólo se admiten si poseen significación literaria no errónea: tan muerto como un gusano??? Un muerto muy muerto (ironía enfática).

La gramática tradicional ha clasificado los adjetivos como calificativos y determinativos, y los define funcionalmente por cómo inciden o modifican al sustantivo.

Los adjetivos calificativos designan cualidades, en general son los que aportan un contenido semántico nuevo, mientras que los determinativos designan relaciones, sitúan al sustantivo al que acompañan con respecto de una serie de referencias lingüísticas (de espacio, tiempo y persona); su significación es relativa y ocasional. El epíteto, sin embargo, al tratarse de una repetición, está dentro de la zona de las atribuciones del sustantivo, por eso se le considera más calificativo que determinativo. El epíteto (Moreu de la Cruz) es una palabra, no necesariamente un adjetivo, pero que toma su función, y que se une al sustantivo no para determinarlo sino para ampliar su significado.

El uso de epítetos en la literatura ha de ser mesurado: el abuso de determinadas formas puede provocar el efecto contrario al buscado: Él era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle, una cabeza pequeña, pelo bermejo (Quevedo).

Otra categoría de adjetivos que habría que considerar son los relacionantes, que se caracterizan por servir de puente entre dos oraciones -referente y antecedente- y que se sitúan entre la oración principal y la que hace de subordinado. En este tipo incluimos los relativos, interrogativos y exclamativos, pero no vamos a centrarnos en éstos porque su uso en literatura, como en la sintaxis, es estrictamente necesario.

La posición del adjetivo es otro tema a discutir en la literatura. En principio, la gramática tradicional indica que la posición del adjetivo indica ya de por sí matices de significado. En estas variaciones de colocación influyen valores de tipo histórico, morfosintácticos, rítmicos y semánticos.

El adjetivo antepuesto al sustantivo es de tipo explicativo, insiste en una de las cualidades del sustantivo, precisando y concretando su significado: refrescante bebida (de las muchas cualidades que posee esa bebida -dulce, cítrica, de determinado color...- se hace referencia sólo a una de ellas). Así, el adjetivo antepuesto matiza una de las características -de las muchas que posee un nombre- mientras que si está pospuesto esta característica no es esencial sino “accidental”: bebida refrescante (Bello-Salvà). Este aspecto en literatura es esencial, ya que implica, con el cambio de orden del adjetivo, toda una serie de matices:

Ese vago clamor que rasga el viento
es la voz funeral de una campana.
Vano remedo del postrer lamento
de un cadáver sombrío y macilento
que en sucio polvo dormirá mañana. (Zorrilla)

Otros autores dicen que en el español hay un orden lógico según el cual el complementado precede al complemento: sustantivo + adjetivo, y toda alteración de ese orden se percibe como una desviación de tipo estilístico “La humana naturaleza”. Desde el punto de vista psicológico Hansseny Lenz indica que el adjetivo antepuesto indica un carácter subjetivo, ya sea moral o estético, y el pospuesto un carácter objetivo de tipo lógico: un gran emperador; un hombre grande. Esto explica el que determinados adjetivos antepuestos varíen completamente el significado de una palabra; son muy populares los juegos de palabras: No es lo mismo un pobre hombre que un hombre pobre.

La principal diferencia formal entre sustantivo y adjetivo es que éste no admite artículo y sí admite grado.

Esta diferencia formal hace que en la mente del hablante-lector se identifiquen como características esenciales todo lo que sea sustantivo: camisa, mujer, y como características complementarias su adjetivación: grande, carmesí, y se consideran “extraños del lenguaje” las alteraciones lógicas del orden, determinar con artículos a los adjetivos, añadir grados al sustantivo y se les asignen valores estilísticos.

En la lengua coloquial son muy comunes las metáforas, las metonimias y las comparaciones, y por ende en la literatura: lleva una camisa tan grande como una plaza de toros; es una mujer carmesí (pasional).

Esta forma de expresarse que comparten literatura y habla, influidas mutuamente, provoca frecuentemente el abuso de esta categoría.

La adjetivación, como hemos visto, es una categoría gramatical que tiene una función específica: la de complementar al sustantivo. Su misión en literatura se amplía, como hemos visto, a la de embellecer el discurso a través de la calificación, o del empleo de epítetos, o de traslaciones (adjetivación de sustantivos, adverbios, verbos...). El proceso de traslación por el cual una categoría diferente a la del adjetivo pasa a desempeñar su función es muy común en la lengua literaria: naricísimo, mañanísimas. El problema surge, como en todo, con el abuso.

Un mal texto literario es aquel que abusa de los adjetivos ante la falta de vocabulario: Era un muchacho muy pobre = paupérrimo; por un empleo equivocado de las palabras: Hicimos un superperiplo por el barrio chino (ejemplo auténtico); por exceso de adjetivación: Oscura y turbia noche invernal.

El caso es que la adjetivación en literatura ha de entenderse como el arte de intensificar la expresión, sin dejarse llevar por la tentación de sobreadjetivar un texto que ya de por sí, en la mayoría de los casos, posee ya significado.

FIN

Uso del guion

Guiones de diálogos
[Fragmento]

Eduardo Scarletti
1. El guión (-) sirve generalmente para indicar tanto las intervenciones o parlamentos de los personajes (guiones de diálogo) como los incisos del narrador. En el primer caso, el guión va pegado a la inicial de la palabra con la que comienza el parlamento, con la sangría de la primera línea del párrafo (es decir, texto «entrado»). En el segundo caso, va precedido de un espacio cuando comienza el inciso, y seguido de espacio cuando termina (este último guión sólo se emplea cuando el inciso está dentro del parlamento; cuando está situado al final nunca debe cerrarse: véase, más adelante, el punto 1.9). Estos diez ejemplos recogen sus usos más frecuentes:

-He descubierto que tengo cabeza y estoy empezando a leer. [1]

-Oh, gracias. Muchas gracias por sus palabras -murmuró Jacqueline. [2]

-Somos muchos de familia -terció Agostino- y trabajamos todos. [3]

-Seguro que, a la larga -replicó Carlota con decisión-, todo se arreglará. [4]

-¡Sophie, vuelve! -insistía Stingo-. He de hablar contigo ahora mismo. [5]

-¿Y tú qué entiendes de eso? -saltó Stephen-. No has leído un verso en tu vida. [6]

-Con lo que me hubiera gustado escribir... -susurró-. Poesía. Ensayo. Una buena novela. [7]

-Esto no puede continuar así. La cosa ha ido demasiado lejos -se levantó, al tiempo que se miraba las manos-. Tengo que sobreponerme, acabar con esta locura. [8]

-Esto no puede continuar así. La cosa ha ido demasiado lejos. -Se levantó, al tiempo que se miraba las manos-. Tengo que sobreponerme, acabar con esta locura. [8 bis]

-Sí, amigo mío, me asombra tu valentía -dijo ella con aplomo. Y tras una breve pausa, añadió-: Admiro de veras tu sangre fría. [9]

-Ya sé en qué está pensando -dijo la propietaria-: en el color rojo. Todos hacen lo mismo. [10]



Comentemos brevemente, punto por punto, estos ejemplos.

Caso 1

-He descubierto que tengo cabeza y estoy empezando a leer.

1.1. El caso más sencillo es el primero. Adviértase simplemente que el guión de arranque de diálogo va pegado a la primera palabra del parlamento. Sería un error indicarlo así:

- He descubierto que tengo cabeza y estoy empezando a leer.

1.2. Como se ve en el segundo ejemplo, el guión de cierre se considera superfluo -y por tanto se elimina- cuando el párrafo termina con un inciso del narrador. Es incorrecto indicarlo así:

-Oh, gracias. muchas gracias por sus palabras -murmuró Jacqueline-.

1.3. En el tercer ejemplo, obsérvese que los guiones que encierran el inciso del narrador van pegados a éste, no separados de él; pero adviértase que tampoco van pegados al parlamento del personaje. Así pues, sería erróneo indicarlo de estas dos maneras:

-Somos muchos de familia - terció Agostino - y trabajamos todos.

-Somos muchos de familia-terció Agostino-y trabajamos todos.

1.4. En el cuarto ejemplo, la coma que va después de la palabra «larga» debe ir después del inciso, nunca antes. O sea, no debe indicarse así:

-Seguro que, a la larga, -replicó Carlota con decisión- todo se arreglará.

1.5, 1.6, 1.7. En los ejemplos quinto, sexto y séptimo puede observarse que figura un punto de cierre después del inciso del narrador, aun cuando el parlamento del personaje previo al inciso lleve signos de exclamación, de interrogación o puntos suspensivos (signos que, en realidad, no tienen función de cierre propiamente dicha). Por consiguiente, estos diálogos no deberían indicarse así:

-¡Sophie, vuelve! -insistía Stingo- He de hablar contigo ahora mismo.

-¿Y tú qué entiendes de eso?-saltó Stephen- No has leído un verso en tu vida.

-Con lo que me hubiera gustado escribir... -susurró- Poesía. Ensayo. Una buena novela.

1.8. En la primera variante del ejemplo octavo [8] vemos que antes del inciso del narrador no figura punto. Puede justificarse esta elección aduciendo que, si bien el inciso no tiene relación directa con el diálogo, se considera implícito un verbo dicendi, como decir, afirmar, añadir, preguntar, insistir, terciar, etc. («-dijo y se levantó», «-dijo levantándose», «-dijo y, acto seguido, se levantó», etc.).

Pero si se considera que el inicio no tiene relación directa con el parlamento anterior, el diálogo puede disponerse tal como se indicaba en el ejemplo [8 bis]. Obsérvese, en el ejemplo que ofrecemos a continuación, que ponemos punto después de "lejos" y que el inciso del narrador comienza con mayúscula.

-Esto no puede continuar así. La cosa ha ido demasiado lejos. -Se levantó, al tiempo que se miraba las manos-. Tengo que sobreponerme, acabar con esta locura.

En cualquier caso, en lo que respecta al guión de cierre del inciso, no debe marcarse con el punto antes del guión, como en este ejemplo (que es, por tanto, erróneo):

-Esto no puede continuar así. La cosa ha ido demasiado lejos. -Se levantó, al tiempo que se miraba las manos.- Tengo que sobreponerme, acabar con esta locura.

1.9, 1.10. También en los ejemplos noveno y décimo hay una marcada tendencia a la unificación, en el sentido de que los dos puntos suelen figurar después del guión que cierra el inciso del narrador. Conforme a este criterio -que también tiene la virtud de la simplicidad-, se pasa por alto esta distinción: en el noveno ejemplo, los dos puntos pertenecen al inciso del narrador, mientras que en el décimo forman parte del parlamento del personaje; ello se ve claramente si suprimimos los incisos:

-Sí, amigo mío, me asombra tu valentía. Admiro de veras tu sangre fría.

-Ya sé en qué está pensando: en el color rojo. Todos hacen lo mismo.



Caso 2

-He descubierto que tengo cabeza y estoy empezando a leer.

2. Cuando la intervención de un personaje se dispone en varios párrafos a causa de su extensión, a partir del segundo párrafo no hay que usar guiones sino sólo comillas de seguir que -conviene insistir en ello- no deben cerrarse al final.

-Sí. Porque no me lo había planteado antes. No había querido hacerlo. Los detalles adquirieron entonces una increíble importancia. Me aturdía encontrarme otra vez en Nueva York, sinceramente. Me sentía como una extraña, como si aquella no fuera mi ciudad.

»Cuando llegamos a Hamond Hill estaban todos allí en la sala. Y la misma ansiedad que había sentido antes se repitió en aquellos momentos con mis hermanos y mi hermana. No me cansaba de mirarlos. Los veía también como unos extraños, como si no fueran de mi misma carne...

»Y recuerda lo que te digo. Me has pedido que te lo cuente y eso es lo que estoy haciendo. Nos reunimos con los demás y hablamos con papá y mamá, que habían organizado la reunión como si se tratara de un congreso. Lo único que faltaba eran tarjetas en las solapas.

2.1. También usaremos este tipo de comillas siempre que un diálogo aparezca dentro de otro diálogo, pero en este caso, después de las comillas (que tampoco se cerrarán) sí debe ir el guión correspondiente.

-La historia de Arturo y Raquel sería incluso divertida si no fuera tan trágica. Hacían una sola comida al día, hasta que a él se le ocurrió la idea. Y recuerdo perfectamente -seguía explicando Jacques- la conversación que tuvieron:

»-Deja de quejarte -le dijo él-. Ya sé cómo podemos comer.

»-¿Cómo? -preguntó ella, atónita.

»-Muy sencillo -contestó él-. Ve a la Maternidad y les dices que estás embarazada. Te darán comida y no te preguntarán nada.

»-¡Pero yo no estoy embarazada! -chilló ella.

»-¿Y qué? -repuso él-. Basta con una almohada o dos. Es nuestra última oportunidad y no podemos dejarla escapar.

Obsérvese que los incisos de los personajes cuya conversación transcribe Jacques van también con guiones, en vez de abrir y cerrar comillas cada vez. En estos casos puede sacrificarse la normativa a la superior claridad expositiva, puesto que el riesgo de confusión es mínimo (véase el punto 3). Creemos que esta disposición resulta más sencilla que la que figura a continuación, hecha a base de comillas latinas e inglesas, en la que llegan a acumularse nada menos que tres signos de puntuación (,"¿):

»"Deja ya de quejarte", dijo él. "Ya sé cómo podemos comer."

»"¿Como?", preguntó ella, atónita.

Y ello por no hablar de las dudas sobre si la coma del primer parlamento debe ir antes o después de las comillas, en caso de que quisiéramos unificarlo con la segunda parte del parlamento, que termina con punto y comillas («Deja ya de quejarte,» dijo él).



Caso 3

-Somos muchos de familia -terció Agostino- y trabajamos todos.

3. En los diálogos, los incisos que correspondan al personaje que está hablando han de ir entre paréntesis, no entre guiones, porque podrían confundirse con un inciso del narrador (el segundo ejemplo muestra la manera incorrecta de marcarlos):

-Aquella noche soñé (o al menos eso creo recordar) que Teresa y tú paseabais por la orilla del lago -confesó inquieto Miguel.

-Aquella noche soñé -o al menos eso creo recordar- que Teresa y tú...



Caso 4

-Seguro que, a la larga -replicó Carlota con decisión-, todo se arreglará.

4. Es posible que un diálogo empiece con puntos suspensivos y con inicial minúscula. Ello ocurre cuando un personaje retoma una conversación interrumpida por el parlamento de otro personaje. Adviértase, en el tercer ejemplo, que los puntos suspensivos van pegados al guión, y por tanto separados de la primera palabra del diálogo ("y"):

-Depende de cómo se interpreten sus palabras -dijo insegura la señorita Fischer-. Quiero decir que cuando una muchacha no puede acercarle la mantequilla a un hombre sin ruborizarse hasta las orejas...

-Comprendo perfectamente su turbación -cortó con aspereza la señorita Pearl.

-... y cuando le da las gracias y luego le pregunta si quiere una galleta como si él fuera el médico de la familia... No sé si entiende lo que quiero decir.



Caso 5

-¡Sophie, vuelve! -insistía Stingo-. He de hablar contigo ahora mismo.

5. Es un error inadmisible usar, a lo largo de una obra de narrativa, comillas de apertura y de cierre -que aparecen sistemáticamente en obras anglosajonas, alemanas y con frecuencia, aunque no siempre, en las italianas- en vez de guiones. Las comillas deben reservarse para los diálogos sueltos que aparecen dentro de una descripción larga del narrador.

5.1. Si al uso de comillas en vez de guiones se le suma una excesiva fidelidad tipográfica al original, el resultado puede ser teóricamente injustificable y contrario a toda normativa (véase, en el ejemplo siguiente, la curiosa manera (errónea) de introducir los verbos dicendi, que aparecen en minúscula aunque vayan precedidos de punto). El fragmento que ofrecemos está tomado de la última versión castellana -la mejor, literariamente hablando- de la novela de William Faulkner El ruido y la furia (1987):

«Hace demasiado frío». dijo Versh. «No irá usted a salir».

«Qué sucede ahora». dijo Madre.

«Que quiere salir». dijo Versh.

«Que salga». dijo el tío Maury.

«Hace demasiado frío». dijo Madre. «Es mejor que se quede dentro. Benjamín. Vamos. Cállate».

5.2. Tampoco debe seguirse la disposición que suele aparecer en obras francesas, una curiosa mezcla de comillas, comas y guiones: el primer parlamento se inicia con comillas, en los sucesivos se usan guiones y el diálogo vuelve a cerrarse generalmente con comillas:

«Je n'ai pas envie de te voir comme une étrangère.

-Tu aimes mieux ne pas me voir du tout?, insistai-je.

-Mettons que ce soit ça», dit-il séchement.



Caso 6

-¿Y tú qué entiendes de eso? -saltó Stephen-. No has leído un verso en tu vida.

6. Al contrario de lo que ocurre con frecuencia en obras anglosajonas e italianas, los diálogos en narrativa irán habitualmente en punto y aparte (excepto, claro está, cuando sean breves y vayan dentro de un párrafo que es preferible no dividir; véase el punto 5). Adviértase -y esta regla debe seguirse sin fisuras- que las comillas que aparecen en los diálogos del original se sustituyen sistemáticamente por guiones, como ya hemos dicho.

Este es el original inglés:

For herself, Jane wanted to find out diplomatically, before asking straight out, whether the blue suit was here or whether it had gone off too. «I thought I saw John,» she said. «Dashing out of the Post Office. What was he wearing?» «A raincoat,» said Martha. «And that good-looking blue suit?» persisted Jane. «Why, yes, I think so", said Martha. «Yes, he was,» she added, more positively. Jane caught her breath. «How long is he going to he gone?» «Just today,» said Martha. ~He has to see somebody for dinner. He'll be back late tonight. «Oh,» said Jane.

Y ésta la versión castellana:

Jane quería descubrir con diplomacia, sin preguntarlo directamente, si el traje azul estaba allí o si también había desaparecido.

-Me parece que he visto a John -dijo- cuando salía de Correos. ¿Qué era lo que llevaba puesto? [1]

-Un impermeable -dijo Martha.

-¿Y aquel hermoso traje azul? -insistió Jane.

-Pues, sí, creo que sí -respondió Martha, y luego añadió con seguridad-: Sí, lo llevaba. [2]

Jane contuvo el aliento: [3]

-¿Cuánto tiempo estará fuera?

-Sólo hoy -dijo Martha-. Tiene que cenar con alguien. Llegará esta noche, tarde.

-Ah -repuso Jane.

Véanse, en los párrafos marcados con [1], [2] y [3], las libertades que en lo relativo a la puntuación se toma el traductor (buen conocedor del tema, por cierto). Su versión es indudablemente más fluida que una puntuación demasiado fiel al original inglés, como ésta:

-Me parece que he visto a John -dijo-. Cuando salía de Correos.

-Pues sí, creo que sí -dijo Martha-. Sí, lo llevaba -añadió luego con seguridad.

Jane contuvo el aliento.

Obsérvese que en el párrafo [1] se elimina un punto y la frase gana en fluidez; en el [2] se unifican en un solo inciso las dos intervenciones de Martha; y en el [3] se sustituye el punto de cierre por dos puntos, para aclarar qué personaje habla.

6.1. Salvo casos excepcionales, la norma del punto 6 debe seguirse con rigor cuando son varios los personajes que hablan: poner los diálogos uno tras otro, aunque sea con guiones, resulta confuso y complica innecesariamente la lectura. Véase este ejemplo, perteneciente a la novela El grupo, de Mary McCarthy (1966):

Libby se puso exageradamente pensativa. Se llevó un dedo a la frente. -Creo que sí -afirmó, asintiendo tres veces-. ¿Pensáis realmente...? -empezó con presteza. Lakey hizo señales a un taxi con la mano. -Kay dejó al primo en la sombra, con la esperanza de que alguna de nosotras le proporcionara algo mejor. -¡Lakey! -murmuró Dottie, moviendo con reproche la cabeza. -Caramba, Lakey -dijo con risa de falsete Libby-; sólo a ti se te ocurren estas cosas.

6.2. El punto y aparte también suele usarse en aquellos casos en que el inciso del narrador empieza con un verbo dicendi y continúa, después de punto, con un texto de extensión considerable (por ejemplo, una descripción sobre las características del personaje que habla, una puntualización sobre el lugar donde se desarrolla la acción o precisiones de diversa naturaleza). Véase el ejemplo:

-Todo está bien -dijo Arturo.

Iba vestido con una camiseta y pantalones cortos de deporte, y llevaba sandalias de jardín. Vestido de esta manera, fascinó aún más al agente con el que se había encontrado en junio, el día que alquiló la casa. Arturo le parecía misterioso y fuerte. Su rostro le traía al pensamiento sal, viento, mujeres extranjeras, soledad y sol.

Un manual muy importante

Manual para ser niño

Gabriel García Márquez
Aspiro a que estas reflexiones sean un manual para que los niños se atrevan a defenderse de los adultos en el aprendizaje de las artes y las letras. No tienen una base científica sino emocional o sentimental, si se quiere, y se fundan en una premisa improbable: si a un niño se le pone frente a una serie de juguetes diversos, terminará por quedarse con uno que le guste más. Creo que esa preferencia no es casual, sino que revela en el niño una vocación y una aptitud que tal vez pasarían inadvertidas para sus padres despistados y sus fatigados maestros.
Creo que ambas le vienen de nacimiento, y sería importante identificarlas a tiempo y tomarlas en cuenta para ayudarlo a elegir su profesión. Más aun: creo que algunos niños a una cierta edad, y en ciertas condiciones, tienen facultades congénitas que les permiten ver más alla de la realidad admitida por los adultos. Podrían ser residuos de algún poder adivinatorio que el género humano agotó en etapas anteriores, o manifestaciones extraordinarias de la intuición casi clarividente de los artistas durante la soledad del crecimiento, y que desaparecen, como la glándula del timo, cuando ya no son necesarias.

Creo que se nace escritor, pintor o músico. Se nace con la vocación y en muchos casos con las condiciones físicas para la danza y el teatro, y con un talento propicio para el periodismo escrito, entendido como un género literario, y para el cine, entendido como una síntesis de la ficción y la plástica. En ese sentido soy un platónico: aprender es recordar. Esto quiere decir que cuando un niño llega a la escuela primaria puede ir ya predispuesto por la naturaleza para alguno de esos oficios, aunque todavía no lo sepa. Y tal vez no lo sepa nunca, pero su destino puede ser mejor si alguien lo ayuda a descubrirlo. No para forzarlo en ningún sentido, sino para crearle condiciones favorables y alentarlo a gozar sin temores de su juguete preferido. Creo, con una seriedad absoluta, que hacer siempre lo que a uno le gusta, y sólo eso, es la formula magistral para una vida larga y feliz.

Para sustentar esa alegre suposición no tengo más fundamento que la experiencia difícil y empecinada de haber aprendido el oficio de escritor contra un medio adverso, y no sólo al margen de la educación formal sino contra ella, pero a partir de dos condiciones sin alternativas: una aptitud bien definida y una vocación arrasadora. Nada me complacería más si esa aventura solitaria pudiera tener alguna utilidad no sólo para el aprendizaje de este oficio de las letras, sino para el de todos los oficios de las artes.


La vocación sin don y el don sin vocación

Georges Bernanos, escritor católico francés, dijo: "Toda vocación es un llamado". El Diccionario de Autoridades, que fue el primero de la Real Academia en 1726, la definió como "la inspiración con que Dios llama a algún estado de perfección". Era, desde luego, una generalización a partir de las vocaciones religiosas. La aptitud, según el mismo diccionario, es "la habilidad y facilidad y modo para hacer alguna cosa". Dos siglos y medio después, el Diccionario de la Real Academia conserva estas definiciones con retoques mínimos. Lo que no dice es que una vocación inequívoca y asumida a fondo llega a ser insaciable y eterna, y resistente a toda fuerza contraria: la única disposición del espíritu capaz de derrotar al amor.

Las aptitudes vienen a menudo acompañadas de sus atributos físicos. Si se les canta la misma nota musical a varios niños, unos la repetirán exacta, otros no. Los maestros de música dicen que los primeros tienen lo que se llama el oído primario, importante para ser músicos. Antonio Sarasate, a los cuatro años, dio con su violín de juguete una nota que su padre, gran virtuoso, no lograba dar con el suyo. Siempre existirá el riesgo, sin embargo, de que los adultos destruyan tales virtudes porque no les parecen primordiales, y terminen por encasillar a sus hijos en la realidad amurallada en que los padres los encasillaron a ellos. El rigor de muchos padres con los hijos artistas suele ser el mismo con que tratan a los hijos homosexuales.

Las aptitudes y las vocaciones no siempre vienen juntas. De ahí el desastre de cantantes de voces sublimes que no llegan a ninguna parte por falta de juicio, o de pintores que sacrifican toda una vida a una profesión errada, o de escritores prolíficos que no tienen nada que decir. Sólo cuando las dos se juntan hay posibilidades de que algo suceda, pero no por arte de magia: todavía falta la disciplina, el estudio, la técnica y un poder de superación para toda la vida.

Para los narradores hay una prueba que no falla. Si se le pide a un grupo de personas de cualquier edad que cuenten una película, los resultados serán reveladores. Unos darán sus impresiones emocionales, políticas o filosóficas, pero no sabrán contar la historia completa y en orden. Otros contaran el argumento, tan detallado como recuerden, con la seguridad de que será suficiente para transmitir la emoción del original. Los primeros podrán tener un porvenir brillante en cualquier materia, divina o humana, pero no serán narradores. A los segundos les falta todavía mucho para serlo -base cultural, técnica, estilo propio, rigor mental- pero pueden llegar a serlo. Es decir: hay quienes saben contar un cuento desde que empiezan a hablar, y hay quienes no sabrán nunca. En los niños es una prueba que merece tomarse en serio.


Las ventajas de no obedecer a los padres

La encuesta adelantada para estas reflexiones ha demostrado que en Colombia no existen sistemas establecidos de captación precoz de aptitudes y vocaciones tempranas, como punto de partida para una carrera artística desde la cuna hasta la tumba. Los padres no están preparados para la grave responsabilidad de identificarlas a tiempo, y en cambio sí lo están para contrariarlas. Los menos drásticos les proponen a los hijos estudiar una carrera segura, y conservar el arte para entretenerse en las horas libres. Por fortuna para la humanidad, los niños les hacen poco caso a los padres en materia grave, y menos en lo que tiene que ver con el futuro.

Por eso los que tienen vocaciones escondidas asumen actitudes engañosas para salirse con la suya. Hay los que no rinden en la escuela porque no les gusta lo que estudian, y sin embargo podrían descollar en lo que les gusta si alguien los ayudara. Pero también puede darse que obtengan buenas calificaciones, no porque les guste la escuela, sino para que sus padres y sus maestros no los obliguen a abandonar el juguete favorito que llevan escondido en el corazón. También es cierto el drama de los que tienen que sentarse en el piano durante los recreos, sin aptitudes ni vocación, sólo por imposición de sus padres. Un buen maestro de música, escandalizado con la impiedad del método, dijo que el piano hay que tenerlo en la casa, pero no para que los niños lo estudien a la fuerza, sino para que jueguen con él.

Los padres quisiéramos siempre que nuestros hijos fueran mejores que nosotros, aunque no siempre sabemos cómo. Ni los hijos de familias de artistas están a salvo de esa incertidumbre. En unos casos, porque los padres quieren que sean artistas como ellos, y los niños tienen una vocación distinta. En otros, porque a los padres les fue mal en las artes, y quieren preservar de una suerte igual aun a los hijos cuya vocación indudable son las artes. No es menor el riesgo de los niños de familias ajenas a las artes, cuyos padres quisieran empezar una estirpe que sea lo que ellos no pudieron. En el extremo opuesto no faltan los niños contrariados que aprenden el instrumento a escondidas, y cuando los padres los descubren ya son estrellas de una orquesta de autodidactas.

Maestros y alumnos concuerdan contra los métodos académicos, pero no tienen un criterio común sobre cuál puede ser mejor. La mayoría rechazaron los métodos vigentes, por su carácter rígido y su escasa atención a la creatividad, y prefieren ser empíricos e independientes. Otros consideran que su destino no dependió tanto de lo que aprendieron en la escuela como de la astucia y la tozudez con que burlaron los obstáculos de padres y maestros. En general, la lucha por la supervivencia y la falta de estímulos han forzado a la mayoría a hacerse solos y a la brava.

Los criterios sobre la disciplina son divergentes. Unos no admiten sino la completa libertad, y otros tratan incluso de sacralizar el empirismo absoluto. Quienes hablan de la no disciplina reconocen su utilidad, pero piensan que nace espontánea como fruto de una necesidad interna, y por tanto no hay que forzarla. Otros echan de menos la formación humanística y los fundamentos teóricos de su arte. Otros dicen que sobra la teoría. La mayoría, al cabo de años de esfuerzos, se sublevan contra el desprestigio y las penurias de los artistas en una sociedad que niega el carácter profesional de las artes.

No obstante, las voces más duras de la encuesta fueron contra la escuela, como un espacio donde la pobreza de espíritu corta las alas, y es un escollo para aprender cualquier cosa. Y en especial para las artes. Piensan que ha habido un despilfarro de talentos por la repetición infinita y sin alteraciones de los dogmas académicos, mientras que los mejor dotados sólo pudieron ser grandes y creadores cuando no tuvieron que volver a las aulas. "Se educa de espaldas al arte", han dicho al unísono maestros y alumnos. A éstos les complace sentir que se hicieron solos. Los maestros lo resienten, pero admiten que también ellos lo dirían. Tal vez lo más justo sea decir que todos tienen razón. Pues tanto los maestros como los alumnos, y en última instancia la sociedad entera, son víctimas de un sistema de enseñanza que está muy lejos de la realidad del país.

De modo que antes de pensar en la enseñanza artística, hay que definir lo más pronto posible una política cultural que no hemos tenido nunca. Que obedezca a una concepción moderna de lo que es la cultura, para qué sirve, cuánto cuesta, para quién es, y que se tome en cuenta que la educación artística no es un fin en sí misma, sino un medio para la preservación y fomento de las culturas regionales, cuya circulación natural es de la periferia hacia el centro y de abajo hacia arriba.

No es lo mismo la enseñanza artística que la educación artística. Ésta es una función social, y así como se enseñan las matemáticas o las ciencias, debe enseñarse desde la escuela primaria el aprecio y el goce de las artes y las letras. La enseñanza artística, en cambio, es una carrera especializada para estudiantes con aptitudes y vocaciones específicas, cuyo objetivo es formar artistas y maestros como profesionales del arte.

No hay que esperar a que las vocaciones lleguen: hay que salir a buscarlas. Están en todas partes, más puras cuanto más olvidadas. Son ellas las que sustentan la vida eterna de la música callejera, la pintura primitiva de brocha y sapolín en los palacios municipales, la poesía en carne viva de las cantinas, el torrente incontenible de la cultura popular que es el padre y la madre de todas las artes.


¿Con qué se comen las letras?

Los colombianos, desde siempre, nos hemos visto como un país de letrados. Tal vez a eso se deba que los programas del bachillerato hagan más énfasis en la literatura que en las otras artes. Pero aparte de la memorización cronológica de autores y de obras, a los alumnos no les cultivan el hábito de la lectura, sino que los obligan a leer y a hacer sinopsis escritas de los libros programados. Por todas partes me encuentro con profesionales escaldados por los libros que les obligaron a leer en el colegio con el mismo placer con que se tomaban el aceite de ricino. Para las sinopsis, por desgracia, no tuvieron problemas, porque en los periódicos encontraron anuncios como éste: "Cambio sinopsis de El Quijote por sinopsis de La Odisea". Así es: en Colombia hay un mercado tan próspero y un tráfico tan intenso de resúmenes fotostáticos, que los escritores armamos mejor negocio no escribiendo los libros originales sino escribiendo de una vez las sinopsis para bachilleres. Es este método de enseñanza -y no tanto la televisión y los malos libros-, lo que está acabando con el hábito de la lectura. Estoy de acuerdo en que un buen curso de literatura sólo puede ser una gema para lectores. Pero es imposible que los niños lean una novela, escriban la sinopsis y preparen una exposición reflexiva para el martes siguiente. Sería ideal que un niño dedicara parte de su fin de semana a leer un libro hasta donde pueda y hasta donde le guste -que es la única condición para leer un libro-, pero es criminal, para él mismo y para el libro, que lo lea a la fuerza en sus horas de juego y con la angustia de las otras tareas.

Haría falta -como falta todavía para todas las artes- una franja especial en el bachillerato con clases de literatura que sólo pretendan ser guías inteligentes de lectura y reflexión para formar buenos lectores. Porque formar escritores es otro cantar. Nadie enseña a escribir, salvo los buenos libros, leídos con la aptitud y la vocación alertas. La experiencia de trabajo es lo poco que un escritor consagrado puede transmitir a los aprendices si éstos tienen todavía un mínimo de humildad para creer que alguien puede saber más que ellos. Para eso no haría falta una universidad, sino talleres prácticos y participativos, donde escritores artesanos discutan con los alumnos la carpintería del oficio: cómo se les ocurrieron sus argumentos, cómo imaginaron sus personajes, cómo resolvieron sus problemas técnicos de estructura, de estilo, de tono, que es lo único concreto que a veces puede sacarse en limpio del gran misterio de la creación. El mismo sistema de talleres está ya probado para algunos géneros del periodismo, el cine y la televisión, y en particular para reportajes y guiones. Y sin exámenes ni diplomas ni nada. Que la vida decida quién sirve y quién no sirve, como de todos modos ocurre.

Lo que debe plantearse para Colombia, sin embargo, no es sólo un cambio de forma y de fondo en las escuelas de arte, sino que la educación artística se imparta dentro de un sistema autónomo, que dependa de un organismo propio de la cultura y no del Ministerio de la Educación. Que no esté centralizado, sino al contrario, que sea el coordinador del desarrollo cultural desde las distintas regiones del país, pues cada una de ellas tiene su personalidad cultural, su historia, sus tradiciones, su lenguaje, sus expresiones artísticas propias. Que empiece por educarnos a padres y maestros en la apreciación precoz de las inclinaciones de los niños, y los prepare para una escuela que preserve su curiosidad y su creatividad naturales. Todo esto, desde luego, sin muchas ilusiones. De todos modos, por arte de las artes, los que han de ser ya lo son. Aun si no lo sabrán nunca.

Teoria literaria Sobre el cuento de hadas

Sobre el cuento de hadas
[Teoría literaria: Versión abreviada]

J.R.R. Tolkien
Mi propósito es hablar de los cuentos de hadas, aunque bien sé que ésta es una empresa arriesgada. Fantasía es una tierra peligrosa, con trampas para los incautos y mazmorras para los temerarios. Y de temerario se me puede tildar, porque, aunque he sido un aficionado a tales cuentos desde que aprendí a leer y en ocasiones les he dedicado mis lucubraciones, no los he estudiado, en cambio, como profesional. Apenas si en esa tierra he sido algo más que un explorador sin rumbo (o un intruso), lleno de asombro, pero no de preparación. Ancho, alto y profundo es el reino de los cuentos de hadas y lleno todo él de cosas diversas: hay allí toda suerte de bestias y pájaros; mares sin riberas e incontables estrellas; belleza que embelesa y un peligro siempre presente; la alegría, lo mismo que la tristeza, son afiladas como espadas. Tal vez un hombre pueda sentirse dichoso de haber vagado por ese reino, pero su misma plenitud y condición arcana atan la lengua del viajero que desee describirlo. Y mientras está en él le resulta peligroso hacer demasiadas preguntas, no vaya a ser que las puertas se cierren y desaparezcan las llaves.
Hay, con todo, algunos interrogantes que quien ha de hablar de cuentos de hadas espera por fuerza resolver, intenta hacerlo cuando menos, piensen lo que piensen de su impertinencia los habitantes de Fantasía. Por ejemplo: ¿qué son los cuentos de hadas?, ¿cuál es su origen?, ¿para qué sirven? Trataré de dar contestación a estas preguntas, u ofrecer al menos las pistas que yo he espigado..., fundamentalmente en los propios cuentos, los pocos que yo conozco de entre tantos como hay.

¿Qué es un cuento de hadas? En vano acudirán en este caso al Oxford English Dictionary. No contiene alusión ninguna a la combinación cuento-hada, y de nada sirve en el tema de las hadas en general. En el Suplemento, cuento de hadas presenta una primera cita del año 1750, y se constata que su acepción básica es: a) un cuento sobre hadas o, de forma más general, una leyenda fantástica; b) un relato irreal e increíble, y c) una falsedad.

Las dos últimas acepciones, como es lógico, harían mi tema desesperadamente extenso. Pero la primera se queda demasiado corta. No demasiado corta para un ensayo, pues su amplitud ocuparía varios libros, sino para cubrir el uso real de la palabra. Y lo es en particular si aceptamos la definición de las hadas que da el lexicógrafo: «Seres sobrenaturales de tamaño diminuto, que la creencia popular supone poseedores de poderes mágicos y con gran influencia para el bien o para el mal sobre asuntos humanos».

"Sobrenatural" es una palabra peligrosa y ardua en cualquiera de sus sentidos, los más amplios o los más reducidos, y es difícil aplicarla a las hadas, a menos que "sobre" se tome meramente como prefijo superlativo. Porque es el hombre, en contraste, quien es sobrenatural (y a menudo de talla reducida), mientras que ellas son naturales, muchísimos más naturales que él. Tal es su sino. El camino que lleva a la tierra de las hadas no es el del Cielo; ni siquiera, imagino, el del Infierno, a pesar de que algunos han sostenido que puede llevar indirectamente a él, como diezmo que se paga al Diablo.

EL CUENTO DE HADAS Y FANTASÍA

...La mayor parte de los buenos cuentos de hadas trataban de las aventuras de los hombres en el País Peligroso o en sus oscuras fronteras. Y es natural que así sea; pues si los elfos son reales y de verdad existen con independencia de nuestros cuentos sobre ellos, entonces también resulta cierto que los elfos no se preocupan básicamente de nosotros, ni nosotros de ellos. Nuestros destinos discurren por sendas distintas y rara vez se cruzan. Incluso en las fronteras mismas de Fantasía sólo los encontraremos en alguna casual encrucijada de caminos.

La definición de un cuento de hadas -qué es o qué debiera ser- no depende, pues, de ninguna definición ni de ningún relato histórico de elfos o de hadas, sino de la naturaleza de Fantasía: el Reino Peligroso mismo y que sopla en ese país. No intentaré definir tal cosa, ni describirla por vía directa. No hay forma de hacerlo. Fantasía no puede quedar atrapada en una red de palabras; porque una de sus cualidades es la de ser indescriptible, aunque no imperceptible. Consta de muchos elementos diferentes, pero el análisis no lleva necesariamente a descubrir el secreto del conjunto. Confío, sin embargo, que lo que después he de decir sobre los otros interrogantes suministrará algunos atisbos de la visión imperfecta que yo tengo de Fantasía. Por ahora, sólo diré que un cuento de hadas es aquel que alude o hace uso de Fantasía, cualquiera que sea su finalidad primera: la sátira, la aventura, la enseñanza moral, la ilusión. La misma Fantasía puede tal vez traducirse, con mucho tino, por Magia, pero es una magia de talante y poder peculiares, en el polo opuesto a los vulgares recursos del mago laborioso y técnico.

Hay una salvedad: lo único de lo que no hay que burlarse, si alguna burla hay en el cuento, es la misma magia. Se la ha de tomar en serio en el relato, y no se la ha de poner en solfa ni se la ha de justificar. El poema medieval Sir Gawain y el Caballero Verde es un ejemplo admirable de ello.

LA MÁGICA INVENCIÓN DEL ADJETIVO

...La mente humana, dotada de los poderes de generalización y abstracción, no sólo ve hierba verde, diferenciándola de otras cosas (y hallándola agradable a la vista), sino que ve que es verde, además de verla como hierba. Qué poderosa, qué estimulante para la misma facultad que lo produjo fue la invención del adjetivo: no hay en fantasía hechizo ni encantamiento más poderoso. Y no ha de sorprendernos: podría ciertamente decirse que tales hechizos sólo son una perspectiva diferente del adjetivo, una parte de la oración en una gramática mítica. La mente que pensó en ligero, pesado, gris, amarillo, inmóvil y veloz también concibió la noción de la magia que haría ligeras y aptas para el vuelo las cosas pesadas, que convertiría el plomo gris en oro amarillo y la roca inmóvil en veloz arroyo. Si pudo hacer una cosa, también la otra; e hizo las dos, inevitablemente. Si de la hierba podemos abstraer lo verde, del cielo lo azul y de la sangre lo rojo, es que disponemos ya del poder del encantador. A cierto nivel. Y nace el deseo de esgrimir ese poder en el mundo exterior a nuestras mentes. De aquí no se deduce que vayamos a usar bien de ese poder en un nivel determinado; podemos poner un Verde horrendo en el rostro de un hombre y obtener un monstruo; podemos hacer que brille una extraña y temible luna azul; o podemos hacer que los bosques se pueblen de hojas de plata y que los carneros se cubran de vellocinos de oro; y podemos poner ardiente fuego en el vientre del helado saurio. Y con tal "fantasía" que así se la denomina, se crean nuevas formas. Es el inicio de Fantasía. El Hombre se convierte en subcreador.

Así, el poder esencial de Fantasía es hacer inmediatamente efectivas a voluntad las visiones "fantásticas". No todas son hermosas, ni incluso ejemplares; no al menos las fantasías del Hombre caído. Y con su propia mancha ha mancillado a los elfos, que sí tienen ese poder real o imaginario. En mi opinión, se tiene muy poco en cuenta este aspecto de la "mitología": subcreación más que representación o que interpretación simbólica de las bellezas y los terrores del mundo.

EN EL MUNDO SECUNDARIO

...Naturalmente que los niños son capaces de una fe literaria cuando el arte del escritor de cuentos es lo bastante bueno como para producirla. A esa condición de la mente se la ha denominado "voluntaria suspensión de la incredulidad". Más no parece que ésa sea una buena definición de lo que ocurre. Lo que en verdad sucede es que el inventor de cuentos demuestra ser un atinado "subcreador". Construye un Mundo Secundario en el que tu mente puede entrar. Dentro de él, lo que se relata es "verdad": está en consonancia con las leyes de ese mundo. Crees en él, pues, mientras estás, por así decirlo, dentro de él. Cuando surge la incredulidad, el hechizo se quiebra; ha fallado la magia, o más bien el arte. Y vuelve a situarte en el Mundo Primario, contemplando desde fuera el pequeño Mundo Secundario que no cuajó. Si por benevolencia o por las circunstancias te ves obligado a seguir en él, entonces habrás de dejar suspensa la incredulidad (o sofocarla); porque si no, ni tus ojos ni tus oídos lo soportarán. Pero esta interrupción de la incredulidad sólo es un sucedáneo de la actitud auténtica, un subterfugio del que echamos mano cuando condescendemos con juegos e imaginaciones, o cuando (con mayor o menor buena gana) tratamos de hallar posibles valores en la manifestación de un arte a nuestro juicio fallido.

LA FANTASÍA Y LA SUBCREACIÓN

...La mente del hombre tiene capacidad para formar imágenes de cosas que no están de hecho presentes. La facultad de concebir imágenes recibe o recibió el nombre lógico de Imaginación. Pero en los últimos tiempos y en el lenguaje especializado, no en el de todos los días, se ha venido considerando a la Imaginación como algo superior a la mera formación de imágenes, adscrito al campo operacional de lo Fantasioso, forma reducida y peyorativa del viejo término Fantasía; se está haciendo, pues, un intento para reducir, yo diría que de forma inadecuada, la Imaginación al "poder de otorgar a las criaturas de ficción la consistencia interna de la realidad".

...El logro de la expresión que proporciona (o al menos así lo parece) "la consistencia interna de la realidad" es ciertamente otra cosa, otro aspecto, que necesita un nombre distinto: el de Arte, el eslabón operacional entre la Imaginación y el resultado final, la Subcreación. Para el fin que ahora me propongo preciso de un término que sea capaz de abarcar a la vez el mismísimo Arte Subcreativo y la cualidad de sorpresa y asombro expositivos que se derivan de la imagen: una cualidad esencial en los cuentos de hadas.

Me propongo, pues, arrogarme los poderes de Humpty-Dumpty y usar de la Fantasía con ese propósito; es decir, con la intención de combinar su uso más tradicional y elevado (equivalente a Imaginación) con las nociones derivadas de "irrealidad" (o sea, disimilitud con el Mundo Primario) y liberación de la esclavitud del "hecho" observado; la noción, en pocas palabras, de lo fantástico. Soy consciente, y con gozo, de los nexos etimológicos y semánticos entre la fantasía y las imágenes de cosas que no sólo "no están realmente presentes", sino que con toda certeza no vamos a poder encontrar en nuestro mundo primario, o que en términos generales creemos imposibles de encontrar. Pero, aun admitiendo esto, no puedo aceptar un tono peyorativo. Que sean imágenes de cosas que no pertenecen al mundo primario (si tal es posible) resulta una virtud, no un defecto. En este sentido, la fantasía no es, creo yo, una manifestación menor sino más elevada, del Arte, casi su forma más pura, y por ello -cuando se alcanza- la más poderosa.

La fantasía, claro, arranca con una ventaja: la de domeñar lo inusitado. Pero esta ventaja se ha vuelto en su contra y ha contribuido a su descrédito. A mucha gente le desagrada que la «dominen». Les desagrada cualquier manipulación del Mundo Primario o de los escasos reflejos del mismo que les resultan familiares. Confunde, por tanto, estúpida y a veces malintencionadamente, la Fantasía con los Sueños, en los que el Arte no existe, con los desórdenes mentales, donde ni siquiera se da un control, y con las visiones y alucinaciones.

...Crear un Mundo Secundario en el que un sol verde resulte admisible, imponiendo una Creencia Secundaria, ha de requerir con toda certeza esfuerzo e intelecto, y ha de exigir una habilidad especial, algo así como la destreza élfica. Pocos se atreven con tareas tan arriesgadas. Pero cuando se intentan y alcanzan, nos encontramos ante un raro logro del Arte: auténtico arte narrativo, fabulación en su estadio primario y más puro.

FANTASÍA Y RENOVACIÓN

...La Renovación, que incluye una mejoría y el retorno de la salud, es un volver a ganar: volver a ganar la visión prístina. No digo "ver las cosas tal cual son" para no enzarzarme con los filósofos, si bien podría aventurarme a decir "ver las cosas como se supone o se suponía que debíamos hacerlo", como objetos ajenos a nosotros. En cualquier caso, necesitamos limpiar los cristales de nuestras ventanas para que las cosas que alcanzamos a ver queden libres de la monotonía del empañado cotidiano o familiar; y de nuestro afán de posesión.

...Los cuentos de hadas, naturalmente, no son el único medio de renovación o de profilaxis contra el extravío. Basta con la humildad. Y para ellos en especial, para los humildes, está Mooreeffoc, es decir la Fantasía de Chesterton. Mooreeffoc es una palabra imaginada, aunque se la pueda ver escrita en todas la ciudades de este país. Se trata del rótulo "Coffee-room", pero visto en una puerta de cristal y desde el interior, como Dickens lo viera un oscuro día londinense. Chesterton lo usó para destacar la originalidad de las cosas cotidianas cuando se nos ocurre contemplarlas desde un punto de vista diferente del habitual. La mayoría estaría de acuerdo en que este tipo de fantasía es ya suficiente; y en que siempre abundarán materiales que la nutran. Pero sólo tiene, creo yo, un poder limitado, por cuanto su única virtud es la de renovar la frescura de nuestra visión. La palabra Mooreeffoc puede hacernos comprender de repente que Inglaterra es un país harto extraño, perdido en cualquier remota edad apenas contemplada por la historia o bien en un futuro oscuro que sólo con la máquina del tiempo podemos alcanzar; puede hacernos ver la sorprendente rareza e interés de sus gentes, y sus costumbres y hábitos alimentarios. Pero no puede lograr más que eso: actuar como un telescopio del tiempo enfocado sobre un solo punto. La fantasía creativa, por cuanto trata de forma fundamental de hacer algo más -de recrear algo nuevo-, es capaz de abrir nuestras arcas y dejar volar como a pájaros enjaulados los objetos allí encerrados. Las gemas todas se tornarán en flores o llamas, y será un aviso de que todo lo que poseían (o conocían) era peligroso y fuerte, y que no estará en realidad verdaderamente encadenado, sino libre e indómito; sólo de ustedes en cuanto que era ustedes mismos.

FIN

Los cuentos populares

Los viejos -y siempre nuevos- cuentos populares
Miguel Díez R.*

«Dios inventó al hombre para oírle contar cuentos»
-Dicho popular

«Una tonada es más perdurable que el canto de los pájaros
y un cuento es más perdurable que toda la riqueza del mundo.»
-Proverbio irlandés

Contar historias, sin más, por el puro placer de narrar, es una pasión tan antigua y universal como el goce de oírlas. Y al ser el hombre, por naturaleza, contador y receptor de historias, podemos imaginar que los primeros cuentos nacieron en las largas noches de los tiempos primigenios en que, alrededor del fuego de una caverna, los primitivos cazadores contaban oral y gestualmente algún suceso real o fantástico: el riesgo de una peligrosa aventura de caza, el espanto sobrecogedor ante la luz del relámpago y el estruendo del trueno o la fascinación por la inmensidad insondable y desconocida del mar. Los relatos eran dirigidos a los miembros de la tribu, encandilados oyentes de aquellas historias que, en las cavernas y alrededor del fuego, amenizaban sus precarias vidas y las medrosas horas de las noches interminables. Porque, como decía una vieja narradora quechua: «los cuentos se contaban -sobre todo- para dormir el miedo».

La imaginación, la fantasía, la curiosidad, la atracción y el temor por lo maravilloso y misterioso son capacidades propias del hombre en todo tiempo y lugar, como también lo son la necesidad de distracción, de evasión y de expresar las emociones. Pues bien, los relatos orales, los viejos cuentos, han servido para dar salida y colmar en parte dichas capacidades y necesidades, de las que surge imperiosamente la facultad de narrar y también de escuchar.

Todavía hoy, en un mundo tan tecnificado, mediático y unificado, convertido en «aldea global» por las autopistas de la información y prosternado -como ferviente adorador- ante cualquier clase de imagen, podemos contemplar al narrador de cuentos sentado en el zoco de un mercado oriental; en el espacio tan anchoroso, vivo y colorista, de la plaza “Jemaa’ El Fna” de Marrakech; delante de la choza de un poblado africano; bajo «el árbol de la memoria» de la selva amazónica o convertido en «cuentacuentos» de nuestras modernas ciudades, ante personas muy distintas que, con la misma avidez que aquel público de las cuevas prehistóricas, le miran fijamente, y oyen y escuchan atentamente antiguas historias sin fecha o renovadas ficciones.

El cuento popular pertenece al folclore, es decir, al «saber tradicional del pueblo», y en esto es semejante a los usos y costumbres, ceremonias, fiestas, juegos, bailes, etc.; y en la literatura denominada popular y tradicional, se sitúa al lado de los mitos, las leyendas, los romances y baladas. Nacen los cuentos populares en una tradición cultural determinada y se transmiten oralmente, en voz alta, en las plazas públicas o en torno al fuego del hogar.

El cuento popular es anónimo. Por supuesto que tuvo que haber, y hay, un autor inicial, pero cuando la comunidad se reconoce en el relato y lo hace suyo, el autor se olvida y, desde ese momento, el cuento se convierte en un bien mostrenco, patrimonio colectivo de todo un pueblo. Precisamente por dicha anonimia, los cuentos están abiertos en su proceso de creación y recreación, y se actualizan y acomodan continuamente a la diversidad del público y de las circunstancias, incluso en el mismo acto narrativo. Las variantes y modificaciones pueden deberse a la adaptación, a la modernización o a la eliminación de elementos arcaicos, a la alteración en el orden de los episodios, a la adición de algún pasaje, a la fusión y contaminación con otros cuentos y, por supuesto, al olvido de ciertos rasgos y detalles.

Además, según pueblos y tradiciones, cada cuento tiene su sello propio, y el narrador mismo le imprime su talante y estilo. Porque el acierto y el éxito de estos relatos de carácter oral y popular no radica sólo en la fábula o historia -en el argumento-, sino, especialmente en el arte de narrar, tanto más refinado y difícil que el de escribir. Las pausas, la entonación, los énfasis, el gesto y los ademanes enriquecen -o empobrecen- el cuento y lo desacreditan o refuerzan. Pero lo más importante son las palabras. El escritor mexicano Alfonso Reyes evocaba a un narrador popular de su niñez que, cuando se le pedía que contase un cuento, se concentraba y decía: voy a recordar las palabras. El cuento, añadía Reyes, era para él un poema en prosa. Era ese hombre el legítimo narrador de historias o «Tusitala», como llamaban a Robert L. Stevenson los isleños de Samoa1.

Sin entrar a fondo en la compleja cuestión del origen del cuento popular y simplificando mucho, podríamos hablar de la hipótesis de un origen común y un posterior proceso de difusión y préstamo, según la llamada teoría monogenética. Pero otra teoría, un tanto sorpresiva, la poligenética, defiende un origen múltiple, es decir, diferentes nacimientos independientes en diferentes lugares y tiempos, basándose en el principio de la esencial unidad del pensamiento y sentimiento humanos.

Como muy bien dice Anderson Imbert, ambas hipótesis -mono y poligenética- pueden ser sugerentes y aun útiles, pero ninguna de ellas vale como explicación verdadera y única aplicable a todos los cuentos. Tal cuento que aparece en El conde Lucanor, sí deriva de uno que se difundió desde la India por varias culturas hasta llegar a España; pero, en cambio, tal otro cuento del mismo libro coincide con uno de la India, no porque allí tuviera su remota fuente, sino porque hindúes y españoles, por ser hombres, sintieron y pensaron lo mismo2. Cuanto más se conocen los cuentos y leyendas populares de los países del mundo, más evidente resulta la profunda unidad del espíritu humano.

“El amor, la alegría y el dolor son sentimientos humanos, que florecen por doquier, sentimientos que originan en todas partes manifestaciones y efectos parecidos; y, como aquellos, también la ambición, la envidia, el odio la bondad y la maldad son cualidades que germinan en todas las almas y producen así mismo reacciones semejantes. ¿Qué de extraño tiene que se registren coincidencias, que parecen plagios en las ideas en los pensamientos y en las producciones literarias?3

Supuesto lo anteriormente afirmado, lo que sí sigue siendo más sobresaliente de la vida del cuento es su difusión en el espacio; pues muchas veces y de manera imprevista, un cuento nacido en una determinada comunidad, que frecuentemente nos es desconocida, pasa a otra y luego a otra hasta llegar con distintas formas a lugares muy apartados de su origen. Múltiples versiones recogidas en diversas partes del mundo ofrecen curiosas variante que enmascaran y confunden la forma original, pero que mantienen el fondo esencial del relato.

Un ejemplo es una historia tan conocida y extendida universalmente como la de «Cenicienta». ¿Cuándo surgió por vez primera? Es imposible responder, pero, como ha informado Bettelheim, sabemos que existe una versión china de este cuento escrita hace más de mil años por un tal Tuan Ch’eng-shih, un precoz recopilador de cuentos populares; y él mismo decía que se trataba de una historia ya muy vieja en su tiempo y que no había dejado de transmitirse de generación en generación.

“Viajeros del tiempo y de las culturas, cambiantes pero fieles en el fondo a su sustancia íntima, los cuentos acompañan al hombre y lo flanquean con una solicitud de viejo perro que comparte sus faenas, sus horas de descanso, sus luchas y sus largas migraciones a través de ríos, cordilleras y desiertos”4.

Se puede afirmar que el cuento es la sustancia primera o nutricia de la literatura narrativa, la narración por excelencia; y, dada su variedad, en el cuento cabe todo: lo real y lo maravilloso, la enseñanza y la diversión, lo trágico y lo cómico, el mundo cotidiano y el sueño misterioso, el mundo infantil y el del adulto, el amor y el odio, la crueldad y la bondad, la venganza y la generosidad. «Todo es cuento en esta vida», ha escrito Rafael Conte, y lo mejor del hombre y en donde mejor se expresa y se comprende es en su capacidad de contar y de oír cuentos.

Por su denominación, parece que los llamados «cuentos de hadas» tuvieran que presentar siempre estos fantásticos personajes femeninos; sin embargo, no es así en la mayoría de los casos. A partir de los estudios del ruso Vladímir Propp (1895-1970), el concepto de «cuento de hadas» se trasforma y se convierte en el de «cuento maravilloso», propio de todas las culturas y de todos los pueblos. Entre los variados tipos de relatos breves populares, ellos son los verdaderos cuentos; o, como dice Propp, «cuentos en el sentido propio de esta palabra».

Van Gennep propone la siguiente y muy escueta definición de este tipo de cuentos: «Una maravillosa y novelesca narración, sin localizar el lugar de la acción ni individualizar sus personajes, que responde a una concepción infantil del universo y que es de una indiferencia moral absoluta»5.

Hablamos, pues, de relatos imaginativos y fantásticos por la abundancia de elementos maravillosos -seres sobrenaturales como hadas, brujas, gigantes, sucesos extraordinarios...-, de origen popular y transmisión oral, generalmente en prosa, sin ninguna pretensión moral, de pura diversión o entretenimiento para el oyente que, además, nunca reclamará su credibilidad. Un clima de gracia primitiva, de ingenua frescura envuelve este mundo atemporal y de ensueño.

Los personajes no poseen un carácter definido, sino que son estereotipos carentes de profundidad y desarrollo psicológico, que actúan y se agotan en función de la trama. La acción se desarrolla en un tiempo ucrónico y en un lugar utópico, y el héroe -el protagonista-, encarna todo tipo de virtudes: valor, bondad, generosidad... y, sobre todo, astucia. Es esencialmente viajero y errante, se encuentra con sucesivos obstáculos y enemigos a los que al final siempre vence con el apoyo de ayudantes, ya sean animales o seres sobrenaturales, que utilizan sus cualidades no humanas para socorrerlo, aunque se comportan como humanos en todo lo demás. Por el contrario, los antagonistas son malvados, crueles, envidiosos y egoístas. El final es siempre -o casi siempre- feliz: la boda como recompensa, el generoso perdón de los enemigos, etc; y, por supuesto, los malvados -los antagonistas- son cruelmente castigados, particularmente las brujas.

Según Bettelheim, los comienzos de los cuentos maravillosos sugieren que lo que se va a contar no pertenece al aquí ni al ahora que conocemos: «Érase una vez...», «En un lejano país...», «Érase una vez un viejo castillo en medio de un enorme y frondoso bosque..»; [Stith Thompson cita esta curiosa fórmula introductoria de un cuento ruso, mucho más elaborada: «En los tiempos pasados, cuando el mundo de Dios estaba todavía lleno de espíritus, brujas y ninfas, cuando todavía corrían ríos de leche, cuando las orillas de los arroyos estaban hechas de gachas y perdices asadas volando sobre los campos... »]. La deliberada vaguedad de los comienzos de estos cuentos simboliza el abandono del mundo concreto, de la realidad cotidiana. Mientras que el «hace mucho tiempo» supone que vamos a aprender cosas de tiempos remotos; son las oscuras cuevas, los viejos castillos, los bosques impenetrables o las habitaciones cerradas en las que está prohibida la entrada, los que nos sugieren que algo oculto va a sernos revelado6. De acuerdo con este carácter irrealista, el cuento maravilloso carece de descripciones detalladas de ambientes y paisajes, pues, como afirma Tolkien, este tipo de cuentos se refieren a «las aventuras de los hombres en un reino peligroso de límites sombríos».

El final de la historia se marca mediante alguna fórmula que cierra y sella el cauce narrativo: «Y vivieron felices y comieron perdices y a mí me dieron con los huesos en las narices», «Y colorín colorado este cuento se ha acabado». [A propósito de la deliberada vaguedad de los comienzos de estos cuentos y de esta última fórmula final, el escritor venezolano José Antonio Martín recordaba el cuento que le había contado cierto día su hija Adriana, cansada de que siempre le estuviese pidiendo un cuento: «Había una vez un colorín colorado». Se trata del cuento más breve y el más largo y caudaloso que se pueda imaginar, pues esas tres primeras palabras y las tres últimas encierran todos los cuentos del mundo]

Pero lo que realmente distingue a gran parte de los cuentos maravillosos de otras narraciones, es su organización, o sea, su composición interna, pues la sucesión de episodios y motivos presenta «una estructura y otras características bastante estables a lo largo de los siglos y muy semejantes en todas las culturas en las que se pueden recoger, lo que no ha impedido su aclimatación a cada una de ellas en aspectos, por lo general, no estructurales, y aún con intenso sabor local»7.

Sobre un corpus de cien cuentos populares maravillosos del rico folclores ruso, recogidos por Afanásiev, el ya citado estudioso ruso Vladimir Propp (1895-1970), en su conocido trabajo Morfología del cuento (1928), -uno de los libros de mayor influjo en los estudios sobre el cuento popular- fue el primero que descubrió, en la aparente diversidad de estos cuentos tradicionales, una estructura formal muy definida, demostrando que la elaboración de este tipo de narraciones era mucho menos espontánea o casual de lo que en principio se podría pensar. Los estudios de Propp han traspasado los límites del folclore de la Madre Rusia y han servido de fecundo modelo de análisis para otros muchos cuentos maravillosos de todo el mundo.

En síntesis, y según el citado autor, lo más importante del cuento maravilloso son las funciones o acciones diversas de cada tipo de personajes, definidas desde el punto de vista de su significación en el desarrollo de la trama y que, por tanto, son las partes constitutivas y fundamentales de la historia, que culminan con el desenlace final. Pues bien, el estudioso ruso redujo a treinta y una las funciones de los cuentos maravillosos estudiados por él. Aunque, naturalmente, no en todos los cuentos aparecen todas las funciones, lo verdaderamente sorprendente es que el orden de sucesión en que aparecen sí es siempre el mismo. Si las funciones son limitadas, los personajes -aunque es verdad que son siete fundamentales-, y los ambientes son muy numerosos. Esto explica, sigue diciendo Propp, el doble aspecto del cuento maravilloso: por una parte, su extraordinaria diversidad y su abigarrado pintoresquismo, pero, por otra, su uniformidad no menos extraordinaria, que llega incluso a la monotonía8.

Esta estructura de los cuentos maravillosos, tan detenida y exhaustivamente analizada por Propp, se pude reducir, de un manera elemental y para un número importante de tales cuentos, a la siguiente sucesión de acontecimientos: «El héroe padece una carencia o, alternativamente, sufre una agresión; se aleja del hogar familiar; en el camino encontrará a un donante que le hará entrega de un objeto maravilloso, o a un ayudante mágico que le auxiliará, o a un informante que le instruirá en el comportamiento correcto que deberá observar para poder triunfar y, gracias a alguna de estas ayudas, logrará superar las pruebas prematrimoniales y casarse con la princesa, con lo que la carencia inicial quedará solucionada; o también, alternativamente, vencer a un dragón, gigante o similar, y reparar la fechoría9»

En fin, dejando aparte las sugestivas teorías de Vladimir Propp, y ya para terminar, podemos completar lo anteriormente dicho, analizando someramente, la lengua empleada en los cuentos tradicionales. Lo que más destaca es su sencillez: una lengua directa, fluida y sin ningún tipo de artificios, aunque con frecuencia muy expresiva. Además, el uso de palabras y giros arcaizantes, el gusto por las onomatopeyas y jitanjáforas -como en el lenguaje infantil-, los refranes y proverbios, las comparaciones y el estilo directo, son características estilísticas propias de las narraciones populares de transmisión oral, que los recopiladores de cuentos han conservado e, incluso, intensificado en sus retoques literarios; sin olvidar los diversos tipos de recurrencia fácilmente observables, como, por ejemplo, la repetición de fórmulas para indicar situaciones semejantes o paralelas, una misma cancioncilla a lo largo del relato, ciertos números mágicos -tres, siete, doce-, etc.

Aunque los llamados cuentos maravillosos hunden sus raíces en la misma mitología clásica y en otras narraciones orientales de la antigüedad más lejana o en colecciones tan importante como Las mil y una noches -por cierto no conocida en Europa hasta el siglo XVIII-, fue, superado el Renacimiento, cuando cobraron particular fama en Francia con Mme. D’ Aulnoy (1650-1705), Charles Perrault (1688-1703) y Mme. Le Prince de Beaumont (1711-1780); y, ya en el Romanticismo, en Alemania, donde reciben el nombre de Marchen, con los hermanos Grimm -Jacob Ludwign (1785-1863) y Wilhelm Karl (1786-1859)-; En Dinamarca, con Hans Cristian Andersen (1805-1875) y en Rusia, con el famoso recopilador Alexander Afanásiev (1826-1871). Algunos de los cuentos populares más famosos y perennes, patrimonio colectivo de toda la humanidad, son los que estos autores recogieron de la tradición popular y difundieron y perennizaron en acertadas versiones. Estos son los casos de «La Cenicienta», «La Bella Durmiente», «Caperucita Roja», «Blancanieves y los siete Enanitos», «El Gato con botas», «La Bella y la Bestia», «Hänsel Gretel», «El Patito feo», «Vasilisa la Bella», «La Princesa Durmiente y los siete Gigantes», etc.

Pero no podemos reducirnos a estos ejemplos tan conocidos de la vieja Europa porque se puede afirmar que todas los continentes, todas las regiones y todos los países poseen cuentos repetidos y enraizados en su tradición y, en ocasiones, conocidos allende sus fronteras. Téngase presente, por poner un ejemplo, el caso de Japón, con estos tres títulos tan significativos: «Momotaro», «Urashima» y «El espejo de Matsuyama».

También las clásicas colecciones de relatos han proporcionado cuentos que, difundidos aisladamente, se han extendido por todas partes y se han convertido en parte de ese patrimonio universal y colectivo al que nos hemos referido. Recordemos la historia de «El Cíclope Polifemo» de la Odisea (siglo VIII a. C.) o la de «Nala y Damayanti» de la epopeya nacional de la India, Mahabharata (compuesta en el siglo IV d. C., pero que recoge una tradición antiquísima). Sin olvidar algunos de los cuentos de Las mil y una noches como «Alí Babá y los cuarenta ladrones» o «Aladino y la lámpara maravillosa» -considerado uno de los cuentos maravillosos más célebre del mundo- o, en fin algunos de los relatos incluidos en El conde Lucanor (1335) de nuestro Don Juan Manuel, el Decamerón (1350-1365) del italiano Boccaccio o Los cuentos de Canterbury (h.1386) del inglés Chaucer.

Los viejos cuentos son hitos dispersos del imaginario universal, de la memoria colectiva. Florecen en todas las lenguas, se revisten de distintas formas, se relacionan y engarzan misteriosamente e impregnan -sin que nos demos cuenta- el aire que respiramos, los sonidos que oímos, las imágenes que vemos y las vidas que vivimos.

Mantener viva la memoria de esos viejos cuentos, conocerlos, leyéndolos o escuchándolos, son modos de integrarnos en la comunidad humana, de zambullirnos en las aguas profundas del mar del mundo y, sobre todo, un medio de vencer el tiempo, porque como dijo Ramón del Valle-Inclán, «sólo la memoria alcanza a encender un cirio en las tinieblas del tiempo», especialmente cuando esa memoria es la de las fantasías más hermosas y maravillosas que la mente humana ha creado.

Como colofón, terminemos con el siguiente texto del escritor francés Jean-Claude Carriére:

«Una anécdota persa muy antigua muestra al narrador como un hombre aislado, de pie en una roca cara al océano. Cuenta sin descanso una historia tras otra, deteniéndose apenas un momento para beber, de vez en cuando, un vaso de agua.

El océano, fascinado, lo escucha en calma.

Y el autor anónimo añade:

-Si un día el narrador callase, o si alguien lo hiciese callar, nadie puede decir lo que haría el océano».

FIN

La violencia en los cuentos populares

La violencia en los cuentos populares

Víctor Montoya*
Se ha dicho muchas veces que los cuentos populares encierran una serie de “crueldades”, que no son aptas para el desarrollo emocional del niño y cuyas lecturas pueden estimular su agresividad. Los críticos consideran que varios de los cuentos populares, rescatados de la tradición oral por los hermanos Grimm y Charles Perrault, al menos en sus versiones originales, deben ser leídos sólo por los adultos, aun sabiendo que los niños, como todos los humanos, no están al margen de los actos de violencia y las “crueldades”, que a diario experimentan a través de las pantallas de la televisión o en la vida cotidiana.
Los instintos primarios y reprimidos, como es el caso de la agresión, pueden aflorar en cualquier momento y hasta dominar sobre la parte racional y consciente del niño, pues todos los individuos cargan genéticamente un instinto de agresión en la parte más irracional e inconsciente de su ser. No obstante, como bien apunta el psicoanalista Bruno Bettelheim: “La creencia común de los padres es que el niño debe ser apartado de lo que más le preocupa: sus ansiedades desconocidas y sin forma, y sus caóticas, airadas e incluso violentas fantasías. Muchos padres están convencidos de que los niños deberían presenciar tan sólo la realidad consciente o las imágenes agradables y que colman sus deseos, es decir, deberían conocer únicamente el lado bueno de las cosas. Pero este mundo de una sola cara nutre a la mente de modo unilateral, pues la vida real no siempre es agradable” (Bettelheim, B., 1986, p. 14-15).

Mucho antes de que exista una literatura escrita exclusivamente para niños, los cuentos populares -de hadas, ogros y princesas- se transmitían a través de la tradición oral y de generación en generación. Durante siglos, quizás milenios, los cuentos eran contados entre los adultos; empero, de tanto repetirse una y otra vez, llegaron también a gustar a los niños no sólo por el poder de la fantasía que alimenta el desarrollo de su personalidad, sino también porque abordan temas que les toca de cerca. Así pues, los cuentos populares se han convertido en un tesoro invalorable para los niños, incluso cuando no existía una literatura infantil propiamente dicha y en épocas en que la pedagogía no había advertido su importancia.

Con el transcurso del tiempo, los cuentos populares sufrieron una serie de mutilaciones tanto en la forma como en el contenido, y muchas de las adaptaciones, lejos de mejorar el valor ético y estético del cuento, tuvieron la intención de moralizar y censurar las partes “crueles”, arguyendo que la violencia era un hecho ajeno a la realidad del niño y algo impropio en la literatura infantil. De cualquier modo, una cosa es mutilar el contenido de un cuento, y, otra muy distinta, adaptarlo al nivel lingüístico o al desarrollo cognoscitivo del niño, quien, para gozar de la lectura, requiere comprender el léxico y la sintaxis del texto. Esto implica, por ejemplo, simplificar las descripciones largas, las frases irónicas y las moralejas, debido a que éstas son incomprensibles para los niños que no han alcanzado la etapa del razonamiento lógico, sobre todo, si consideramos los preceptos de la psicología evolutiva.

Si bien es cierto que la literatura infantil estimula la fantasía del niño y cumple una función terapéutica, es también cierto que los cuentos llamados “crueles” no tienen por qué ser censurados ni rechazados; por el contrario, deben ser presentados con un sentido crítico, ya que el propio niño vive en un mundo que no es un paraíso, sino un territorio lleno de tragedias e injusticias. Es más, los cuentos populares, al mismo tiempo que entretienen al niño, le ayudan a comprenderse mejor a sí mismo y contribuyen al desarrollo de su personalidad; claro está, cuando y siempre se los conserve y cuente en su forma original, pues cualquier tipo de mutilación que sufran sus partes más violentas no hará otra cosa que restarle importancia al cuento y malograr su contenido literario que, como en toda obra de arte bien concebida, es perfectamente comprensible para el niño.

Ahora bien, ¿vale la pena poner al alcance de los niños los cuentos populares que encierras una cantidad inverosímil de crueldades y violencia? No creo que baste con abolirse las escenas más desagradables o explicarles a los niños que las “crueldades” corresponden a la fantasía del autor y a una época pretérita en la historia, porque esto implicaría cubrir con un manto las violencias que a diario se comenten contra millones de niño en todo el mundo. ¿Quién no ha recibido una bofetada en su infancia? Probablemente muchos. ¿Cuántos niños fallecen a consecuencia del martirio causado por los mayores? El síndrome del apaleamiento es cada vez más frecuente no sólo en los hogares, sino también en los recintos de enseñanza, donde los profesores maltratan a los alumnos, sujetos al precepto de que la “letra con sangre entra”. En verdad, nada pudo contra este mal de todos los tiempos, ni siquiera la Declaración de Ginebra, en 1924, ni la Asamblea General de las Naciones Unidas, ni el famoso “Año Internacional del Niño”, celebrado en 1980.

Sólo en Latinoamérica mueren cada año, por golpes recibidos en el hogar, tantos niños como mueren en los accidentes de tráfico, y se habla de cifras alarmantes de niños permanentemente lesionados por idénticos motivos. Sin ir más lejos, en cualquier escuela primaria, el maestro puede advertir las huellas que deja la violencia en el semblante y la conducta de un niño que es objeto de maltratos. Es decir, hay quienes no necesitan leer los cuentos “crueles” de los hermanos Grimm y Charles Perrault para comprender las consecuencias negativas del castigo, puesto que ellos mismos, en algún momento de su vida, han sentido el dolor en carne propia. La violencia no es un hecho ajeno a la experiencia cotidiana del niño, quien, cada día y durante horas, se hace testigo de escenas “crueles” a través del cine, la televisión y las revistas de series, donde se cuentan historias que tienen como tema central la violencia. Éste es el caso de Tom y Jerry, un gato voraz y un ratón astuto que enseñan a los niños las maneras más sofisticadas de vengarse y eliminar al adversario.

La realidad nos enseña que no hay por qué censurar ni clasificar como “malos” los cuentos que abordan el tema de la violencia; por el contrario, la lectura de los cuentos populares tiene un sentido terapéutico por medio del cual el niño puede resolver sus conflictos emocionales internos. Para Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, la fantasía es un medio que le permite al niño cumplir con un deseo frustrado, como si la fantasía fuese una suerte de corrector de la realidad insatisfecha. De este mismo modo, la lectura de los cuentos populares, al influir en su mundo inconsciente, le permite elaborar los conflictos internos y resolverlos en un plano consciente. Si bien es cierto que el niño experimenta angustia mientras lee “Caperucita Roja”, es también cierto que siente una enorme satisfacción cuando sabe que Caperucita es liberada por el cazador, quien da muerte al lobo feroz. Una sensación parecida le causa la lectura de "Cenicienta", una adolescente que sufre el desprecio de la madrastra y las hermanastras, hasta el día en que se le aparece un hada que la ayuda y un príncipe que la convierte en su esposa.

En el cuento de “Blancanieves”, la madrastra perversa, que siente celos y envidia por la juventud y belleza de su hijastra, ordena a uno de sus súbditos quitarle la vida. Pero éste, en lugar de consumar el crimen, la abandona en el bosque, donde Blancanieves se refugia en la cabaña de los siete enanitos, hasta el día en que su madrastra, disfrazada de bruja, le da de comer una manzana envenenada. Cuando Blancanieves yace en el féretro de cristal, lista para ser sepultada por los siete enanitos, aparece el príncipe que la resucita con un beso y se la lleva a vivir en su castillo.

Las escenas de “crueldad” se repiten una y otra vez en los cuentos populares. Así, en “Pulgarcito“, el ogro quiere degollar y comerse a los siete hermanos, del mismo modo como la bruja quiere matar y comerse a “Hansel y Gretel” en la casa de chocolate. En ambos cuentos, aparte de que la monstruosidad humana está simbolizada en el ogro y la bruja -enemigos temibles-, la inteligencia infantil está encarnada por los protagonistas menores que se libran de una muerte atroz y retornan a sus hogares, donde son recibidos por sus padres con la esperanza de vivir felices por el resto de sus días.

No cabe duda que los cuentos populares, tanto por la trama como por el desenlace, sean excelentes recursos terapéuticos que ayudan al niño a resolver sus ataduras emocionales y forjar una personalidad más equilibrada. Según Bruno Bettelheim: “Los cuentos de hadas tienen un valor inestimable, puesto que ofrecen a la imaginación del niño nuevas dimensiones a las que le sería imposible llegar por sí solo. Todavía hay algo más importante, la forma y la estructura de los cuentos de hadas sugieren al niño imágenes que le servirán para estructurar sus propios ensueños y canalizar mejor su vida (...) Los cuentos de hadas transmiten a los niños, de diversas maneras: que la lucha contra las serias dificultades de la vida es inevitable, es parte intrínseca de la existencia humana; pero si uno no huye, sino que se enfrenta a las privaciones inesperadas y a menudo injustas, llega a dominar todos los obstáculos alzándose, al fin, victorioso (...) Las historias modernas que se escriben para los niños evitan, generalmente, estos problemas existenciales, aunque sean cruciales para todos nosotros. El niño necesita más que nadie que se le den sugerencias, en forma simbólica, de cómo debe tratar con dichas historias y avanzar sin peligro hacia la madurez. Las historias ‘seguras’ no mencionan ni la muerte ni el envejecimiento, límites de nuestra existencia, ni el deseo de la vida eterna. Mientras que, por el contrario, los cuentos de hadas enfrentan debidamente al niño con los conflictos humanos básicos“ (Bettelheim, B., 1986, p. 14-16).

En el amplio espectro de la literatura infantil, existen algunos cuentos que son más “crueles” que otros. Aquí tenemos, por mencionar algunos casos, “El enebro”, un cuento trascrito de la tradición oral por los hermanos Grimm: La madre muere al nacer su hijo. La madrastra llega a tener una hija y odia al hijastro. Lo mata. Involucra a la hija para dominarla. Alimenta al padre con la carne del hijo. El pájaro del enebro (un arbusto), que en realidad simboliza a la madre, resucita al hijo cuando la madrastra es triturada por las muelas del molino. Otro cuento, del autor francés Charles Perrault, es el famoso “Barba Azul”, quien degüella a sus esposas la primera noche de bodas. A la última de ellas le entrega una llave, que tiene una huella indeleble de sangre, y le advierte no abrir la puerta prohibida de la habitación secreta. Pero ella, sin resistir a la tentación de la curiosidad y desoyendo las advertencias, abre la puerta prohibida y encuentra, en medio de una escena bañada de sangre, los cadáveres de las anteriores mujeres de Barba Azul, quien, luego de sorprenderla delante de la macabra escena, la condena a morir como a sus predecesoras por el simple hecho de haberle desobedecido. Y, aunque al final el esposo-monstruo recibe el castigo que se merece, no es seguro que el niño se sienta completamente aliviado, pues este cuento escalofriante, que narra la “cruel” historia de un hombre acomodado, no es tan fácil de comprenderlo si, al menos, carece de magia y no ocurre nada de maravillo en la trama ni el desenlace.

El tema del esposo-monstruo, los reyes o príncipes encantados, es frecuente en los cuentos populares, en los cuales aparece un personaje convertido en animal o monstruo por actos de hechicería, como en “La Bella y la Bestia”, “El cerdo encantado” y “El rey sapo”. En otros cuentos aparecen las “damiselas venenosas” (como las llaman en Oriente). Se trata de hermosas mujeres que esconden armas blancas en el cuerpo o un brebaje venenoso con el que matan a sus esposos la primera noche de bodas, y, por supuesto, no se debe olvidar la maldad femenina encarnada en las madrastras “crueles” tanto de Blancanieves como de Cenicienta.

Según M-L. von Franz , “muchísimos mitos y cuentos de hadas hablan de un príncipe convertido por hechicería en un animal salvaje o en un monstruo, que es redimido por el amor de una doncella: un proceso que simboliza la forma en que el ánimus se hace consciente (como en el caso de la Bella y la Bestia). Muy frecuentemente, a la heroína no se le permite hacer preguntas acerca de su misterioso y desconocido enamorado y esposo; o se encuentra con él solo en la oscuridad y jamás debe mirarlo. Esto implica que, por confianza y amor ciegos hacia él, ella podrá redimir a su marido. Pero eso jamás sucede. Ella siempre rompe su promesa y, al final, encuentra a su marido otra vez después de una búsqueda larga y difícil y de muchos sufrimientos (Von Franz, M-L., 1995, p. 193-94). Así, en muchos mitos, el amante de una mujer es una figura misteriosa que ella nunca debe ver. El ejemplo está en la doncella Psique, quien era amada por Eros, pero tenía prohibido que intentara mirarlo. Casualmente lo hizo una vez y él la abandonó; ella pudo recuperar su amor solo después de larga búsqueda y muchos sufrimientos.

Asimismo, “La figura de una muchachita deforme aparece en numerosos cuentos de hadas. En esos cuentos la fealdad de la joroba suele esconder una gran belleza que se descubre cuando el ‘hombre adecuado’ viene a liberar a la muchacha de su mágico encantamiento, generalmente con un beso” (Jocobi, J., 1995, p. 289).

Quizás por ello, varios de los cuentos censurados por la pedagogía y la psicología, siguen siendo los mejores espejos que reflejan ese mundo cruel y violento del cual son víctimas y testigos los niños. Valga citar algunos de los “cuentos crueles” de la literatura infantil:

-“Piel de asno”, un rey que enviuda y quiere casarse con su propia hija, la misma que huye horrorizada del palacio.

-“Hansel y Gretel”, los pequeños héroes que son abandonados en un bosque tenebroso, debido a que sus padres, pobres leñadores, no tienen qué darles de comer.

-“Caperucita Roja”, la historia despiadada de un lobo que devora a una anciana y su nieta, quien se entretuvo en el bosque desobedeciendo las recomendaciones de su madre.

-“Grisalida”, un hombre somete a su mujer a todo tipo de suplicios morales -le quita a su hija- para poner a prueba su paciencia y sumisión.

-“La bella durmiente”, cuya versión original no termina con la feliz boda, sino en la horrible muerte de la madre del príncipe, que cae a un cubil lleno de serpientes y sapos venenosos, muerte que, en realidad, estaba destinada a la esposa de su hijo.

-“Alí Baba” y el terrible descuartizamiento que se lee en sus páginas, estremece al más experimentado lector de las crónicas de crímenes que a diario se publican en la prensa.

Para algunos críticos, partidarios de la censura y la moralización, ni siquiera los cuentos de HC. Andersen reúnen las condiciones necesarias para ser catalogados dentro del marco de la literatura infantil, puesto que el dolor y la “crueldad” descritos en algunos de ellos, como en “Claus grande y Claus chico”, se tornan en escenas inapropiadas para la lectura de los niños. Sin embargo, se debe aclarar que los cuentos de Andersen, así sean tristes, y a veces demasiado tristes, son cuentos que apasionan a los niños no sólo porque su honda sensibilidad poética hace más leve el dolor, sino también porque sus protagonistas, a pesar de las peripecias y adversidades de la vida, tienen la magia de tener un final feliz como en “El patito feo”.

Las escenas de violencia en los cuentos populares confirman la regla de que nadie está libre de esta conducta negativa que forma parte de la personalidad humana, y que, por mucho que los censores tiendan a eliminar la violencia en los cuentos infantiles, los niños seguirán exigiendo que se los lean, una y otra vez, las escenas “crueles” en Cenicienta, Blancanieves o Caperucita Roja; esos cuentos que tienen la magia de despertarles su fantasía y ayudarles a resolver sus conflictos emocionales, pues quién no recuerda la escena “cruel” en que Caperucita, ya despojada de su capita roja y recostada junto al lobo disfrazado con el camisón de la abuelita, le pregunta con voz temblorosa:

“-Abuela, ¡qué brazos tan largos tienes!

-Es para abrazarte mejor, hija mía.

-Abuela, ¡qué piernas tan largas tienes!

-Es para correr mejor, hija mía.

-Abuela, ¡qué orejas tan grandes tienes!

-Es para oír mejor, hija mía.

-Abuela, ¡qué ojos tan grandes tienes!

-Es para ver mejor, hija mía.

-Abuela, ¡qué dientes tan grandes tienes!

-¡Es para comerte!...” (Cuentos de Perrault, 1975, p. 92).

FIN